Domingo 4º de Cuaresma (B)

Lectura del santo evangelio según san Juan (3,14-21):

En aquel tiempo, dijo Jesús a Nicodemo: «Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna. Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él no será juzgado; el que no cree ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios. El juicio consiste en esto: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra perversamente detesta la luz y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras. En cambio, el que realiza la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios.»

Comentario

Como la serpiente será levantado

La carga cultural en la que nos formamos nos impide mirar con mirada nítida alguna de las verdades más evidentes. Nos hemos acostumbrado tanto a ver las imágenes de Jesucristo crucificado, a comparar una talla con otra, a diferenciar sus distintos rostros y expresiones, que no alcanzamos siempre a considerar que se trata de un hombre cruelmente torturado y asesinado.

Y, sin embargo, ese condenado nos consigue la salvación. “El Hijo del hombre tiene que ser elevado para que todo el que crea en él tenga vida eterna” –dice san Juan–.

Lo crucificaron nuestro rechazo y nuestra violencia ante el inmigrante. Lo crucificó la prepotencia machista que ve en la mujer un objeto. Lo crucificaron los intereses económicos que condenan a países enteros a la guerra y a la miseria. Lo crucificó la intolerancia laicista que pretende santificar hasta el odio a la religión. Lo crucificó la indiferencia de los buenos que no se atreven levantar su voz ante las más clamorosas injusticias.

Pero a nosotros nos salvó su amor. Su amor que perdonaba y disculpaba a sus propios verdugos. Su amor de entrega absoluta a la voluntad del Padre. Su amor que todo lo fue cumpliendo: no se arrepintió de curar al ciego, ni de salvar a la pecadora, ni de devolver la vida a Lázaro, ni de expulsar a los mercaderes del Templo, ni de anunciar desde a los pobres la Buena Noticia.

Por eso, cuando vuelvas a entrar en una iglesia mira con realismo humano y con trascendencia creyente la imagen del crucificado. Que sus llagas y su rostro desnuden tu pecado, y te llenen del perdón de Dios que te llama a ser discípulo.

Post relacionados