Los relatos de la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo que nos brindan los evangelistas nos muestran los misterios culminantes de la vida de Jesús, que en esta Semana Santa un año más la Iglesia celebra y actualiza. A lo largo de estos días, vamos a revivir la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor, la más grande historia de amor, que no ha perdido actualidad, porque todavía vivimos de sus frutos saludables. En su raíz está la generosidad de Dios, que no se contenta con acercarse a los hombres de múltiples modos en el Antiguo Testamento para ofrecernos su vida y su amor, sino que en la plenitud de los tiempos envía a su Hijo para salvar y redimir al hombre, alejado de Dios por el pecado.
En los relatos de la Pasión llama la atención el silencio de Jesús a partir del prendimiento. Ante las acusaciones de los falsos testigos, «… Él callaba sin dar respuesta». Ante el sumo sacerdote, que le pregunta si es el Mesías, responde lacónicamente «Sí, lo soy»; y ante la pregunta de Pilato «¿Eres tú el rey de los judíos?», contesta con un escueto «Tú lo has dicho». A partir de ese momento, guarda un silencio absoluto, que, según san Marcos, sólo interrumpe cuando momentos antes de expirar «clama con una gran voz»: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». De las siete palabras de Jesús en la cruz, que nos transmiten los otros evangelistas, san Marcos sólo nos refiere este grito desgarrador.
Jesús «callaba, sin dar respuesta». Es el silencio impresionante de Jesús ante Herodes y Pilato, silencio más expresivo que mil palabras. Y Jesús seguirá en silencio cuando el pueblo pida la liberación de Barrabás, en la flagelación, cuando pongan sobre sus sienes una corona de espinas y en el momento de la crucifixión. Jesús sigue en silencio cuando le insultan los sumos sacerdotes y los dos ladrones crucificados con Él… Entonces se cumple la palabra de Isaías: «Maltratado, voluntariamente se humillaba y no abría la boca, como un cordero llevado al matadero, como oveja ante el esquilador, enmudecía y no abría la boca» (Is. 52). Se cumple también la palabra de Isaías que hemos proclamado en la primera lectura: “No gritará, no clamará, no voceará por las calles”.
Silencio impresionante de Jesús, más elocuente que los más altisonantes discursos. Así lo debió entender, con el corazón iluminado por la fe, el centurión que al verle expirar exclama sobrecogido: «Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios». En el silencio de Jesús intuye su condición divina, porque sólo una humanidad transformada por la divinidad puede sufrir en silencio y por amor a los hombres una muerte tan injusta, ignominiosa y cruel, reservada en el derecho romano a los peores criminales. «Jesús callaba, sin dar respuesta», «Jesús no contestó nada», nos dice reiteradamente san Marcos.
¡Qué contraste entre las actitudes de Jesús en su pasión y nuestras quejas indisimuladas ante la enfermedad o el sufrimiento, ante aquello que no resulta a la medida de nuestros deseos o ante lo que creemos que no nos merecemos! ¡Qué contraste entre el silencio de Jesús y nuestras explicaciones prolijas para justificar nuestros errores, miserias, claudicaciones y cobardías! ¡Qué contraste entre el silencio de Jesús y nuestro mundo inundado de palabras, de discursos vacíos llenos de promesas, de reclamos publicitarios, palabras que se convierten en ruido que deshumaniza!
Para el poeta francés Alfred de Vigny «sólo el silencio es grandioso; todo lo demás es debilidad”. A Ortega y Gasset se le atribuye esta otra frase luminosa: «Si se quiere de verdad hacer algo en serio, lo primero que hay que hacer es callarse». Este pensamiento nos ayuda a comprender el silencio de Jesús en su pasión y muerte, el momento más «serio» de su vida y el acontecimiento más «serio» de la historia de la humanidad. En él realiza la obra de nuestra redención desde el lenguaje del silencio, que es el lenguaje del amor de un Dios que entrega libremente su vida como rescate por todos. “El Reino de Dios está en el silencio y no en el espectáculo”, nos ha dicho el papa Francisco. ¡Cuánta verdad encierran estas palabras!
En este Domingo de Ramos, en los inicios de la Semana Santa del año 2019, yo invito a todos los cristianos de la Archidiócesis a buscar el silencio interior. Sólo desde el silencio es posible la conversión y la vuelta a Dios, el encuentro con nosotros mismos, con la verdad del hombre y con el rumor de Dios, sólo perceptible en el silencio. El silencio interior es especialmente necesario en estos días. Vivir la Semana Santa hoy no es fácil en una sociedad tan secularizada y consumista como la nuestra. Por ello, vivir hoy con seriedad y con provecho la epopeya de la Pasión del Señor tiene un mérito mayor.
Participemos en las celebraciones litúrgicas del Triduo Pascual de la catedral o de las parroquias y oratorios. En ellas vamos a actualizar los misterios centrales de nuestra fe. Preparémonos reconciliándonos con Dios y con nuestros hermanos en el sacramento del perdón con verdadero arrepentimiento y compunción del corazón, como Pedro y María Magdalena. Busquemos espacios amplios para la interioridad y la oración contemplativa. Agradezcamos al Señor la institución de la Eucaristía en el Jueves Santo y visitémoslo con piedad y unción en los Monumentos. Vivamos con gratitud la severa liturgia del Viernes Santo y abramos nuestro corazón para que la sangre derramada de Cristo sane nuestras heridas, nos convierta, nos salve y nos libere de nosotros mismos y del pecado. Con este espíritu y con verdadera unción religiosa, participemos en las hermosas estaciones de penitencia de nuestros pueblos y ciudades.
Dios quiera que en esta Semana Santa nos encontremos con Jesucristo, que transforma nuestras vidas, si nosotros nos dejamos transformar por la eficacia de su sangre redentora. En Él encontraremos un manantial de luz, de alegría, de sentido y esperanza para nuestra vida. Ojalá que quien resucita para la Iglesia y para el mundo en la Pascua florida, resucite en nuestros corazones y en nuestras vidas. Sólo así viviremos la verdadera alegría de la Pascua. Este es mi deseo en este Domingo de Ramos, para todos los cristianos de Sevilla y de la Archidiócesis. Así sea.
+ Juan José Asenjo Pelegrina
Arzobispo de Sevilla