Ver la luz del sol en otro país cuando no es por gusto, sino por la urgencia vital que impone una guerra, es un drama que tensa las cuerdas de la fortaleza humana. Esas riadas de criaturas que huyen despavoridas de la crueldad de las bombas y sus consecuencias, cuando estalló la guerra de Ucrania dejaron el alma en suspenso en esta Europa que parece agonizar moralmente, conmoviendo también al resto del mundo como sucede con cualquier conflicto de esta naturaleza.
Hace unos meses la solidaridad en nuestro país nuevamente se puso a flote y la generosidad y nobleza de numerosos ciudadanos se abría paso en medio de la barbarie. Hubo personas que pusieron en peligro sus vidas para rescatar la de otros menos favorecidos con el fin de liberarlos de la injusta opresión. Querían ayudarles a recomponerse en su doloroso destierro, a buscar nuevas y legítimas vías de supervivencia. Se trasladaron ex profeso al lado de las trincheras sin pararse a sopesar cualquiera de las dificultades que podrían hallar, acudiendo presurosos a esos lugares donde el llanto era el alimento de temblosos hombres, mujeres, jóvenes, niños y ancianos; fueron para muchos de ellos sus salvadores.
¿Qué ha sido de esas personas refugiadas? ¿Nos lo hemos preguntado alguna vez en este tiempo? Porque acabamos de entrar en el otoño y el drama de la guerra pervive. Con él prosigue la angustia, el temor por los que quedaron luchando, el desasosiego ante la pérdida de las posesiones, la incertidumbre ante un futuro que aún está lejos de adivinarse, el desgarro que supone amanecer en un país al que hay que acomodarse desde la nada: desconocimiento del idioma, costumbres, falta de recursos elementales porque se les ha privado de todo, pertrechados únicamente en la fe y en la confianza que se les ofrece, asiéndose a esas manos fraternas que otros les han tendido.
Mientras este verano gran parte de la población se disponía a disfrutar de un merecido descanso, y a veces buscaba insensibilizarse, apartarse de noticias indeseadas, a estos ucranianos diseminados por distintos puntos de España les seguía costando gran esfuerzo acometer su día a día, continuaban experimentando serias dificultades hasta para conciliar el sueño porque el miedo y el sufrimiento siguen alojados en su corazón.
Pero así como el mal no descansa, tampoco lo hace el bien. Y quienes conocemos de forma más o menos directa a los protagonistas de esta hazaña, que desgraciadamente se repite en distintos puntos del planeta porque los refugiados no cesan de tocar nuestras puertas, también estamos contemplando cómo se multiplica la generosidad que se siembra. Y hace unas horas tenía noticias del devenir de una de las familias ucranianas que fueron acogidas en un hogar de España. Es una muestra de cómo se agranda la acción caritativa, la magnanimidad de quien comparte lo que posee con los demás desprendiéndose de lo que haga falta y sin pedir nada a cambio.
Los amigos que conozco con su cariño y esfuerzo, dándoles digno cobijo, y movilizándose en cuántas vías estaban a su alcance han logrado que cinco miembros de la familia ucraniana que fueron a buscar estén saliendo adelante. La madre y la tía desempeñan su labor en un colegio, las hijas mayores han conseguido una beca para estudiar en la universidad, una de ellas cursa economía y la otra Bellas Artes, mientras la pequeña se encuentra matriculada en Primaria. No les ha devuelto al cabeza de familia que continúa en Kiev, zona bajo amenaza, pero las muestras de cariño y comprensión, la empatía y confianza surgida desde el primer momento les permite vivir con esperanza. Agradecen el bien que reciben sin reparar en que ellos también son sus dadores. Como decía Fernando Rielo: “nada debe negarse a un ser humano que desee impartir un bien del cual se juzga poseedor… el bien no es un ente abstracto, es bien concreto”.
Por Isabel Orellana Vilches