Se nos ha recordado en la reciente festividad de los Fieles Difuntos que existen cielo, purgatorio e infierno. Han sido unas fechas, la de ésta y la de Todos los Santos cercanas al fenómeno Halloween, una fiesta importada, cada vez más pujante, que aparte de la trivialización que hagan de ella jóvenes y adultos, y de las consecuencias sociales que puede tener (ante el riesgo de graves brotes de violencia las fuerzas del orden público estuvieron en estado de alerta en muchos lugares de España), a los niños no les hace ningún bien, aunque a una gran parte de sus padres no se lo parezca.
La alusión a la existencia de cielo, purgatorio e infierno relacionado con Halloween verán que está bien traída, al menos en un aspecto muy concreto: cierto disfraz, diabólico por más señas, en el que niños y niñas se enfundan con la venia de sus progenitores, que aplauden la ocurrencia e incluso la impulsan sin considerar que aparte del mal gusto están induciendo a los pequeños a banalizar la presencia del maligno, aunque sea de forma involuntaria.
Ningún padre, en su sano juicio, dejaría que su hijo juegue con la muerte. De hecho, se preocupan de que no sufran ningún percance dentro del hogar. Se puede alegar que un disfraz es un juego. Que los niños lo pasan bien disfrazados de Satanás, que no tienen miedo. Y ese justamente es el quid de la cuestión. Que terminan por considerar como algo natural al artífice de toda maldad, y a restarle la importancia que tiene, una apreciación que podría ser extensiva a su pensar y actuar para el resto de su existencia.
Muchos de los que hace años peinamos canas aprendimos de niños que había que huir de esa realidad que incita al mal actuando con una sutileza aterradora. El papa Francisco, que tantas veces ha alertado de la inmensa gravedad de dejarse atrapar por Lucifer, ha dicho que con él “no se discute”, que “es astuto”, que se aprovecha de las debilidades personales para azuzarlas. Ha explicado cómo nos tenemos que armar para vencerlo teniendo en cuenta que nos tienta de este modo: “comienza con poco, con un deseo, una idea, crece, contagia a otros y, al final, la justificación total”.
Seguirle, tratar con el innombrable es comprar un boleto para el infierno en el que habita. Por eso hay que enseñar desde la infancia y con todos los medios al alcance a no rozarle siquiera. No se olvide que los niños aprenden jugando tanto el bien como el mal. Y deben saber que el diablo no es un muñeco para jugar, sino alguien para temer. Y conviene que lo sepan desde la más tierna edad. Que huyan de él, que ni siquiera dialoguen con él, como decía a sus hijos espirituales Fernando Rielo, el Fundador de los misioneros identes. Algo que ha subrayado igualmente el Sumo Pontífice: “si comienzas a dialogar con Satanás, estás perdido. Es más inteligente que nosotros. Te rodea, te rodea, te hace dar vueltas la cabeza y estás perdido”.
No se crean sociedades maduras vetando la educación en el temor. No hablo de miedo, sino de temor, aunque en el caso del maligno por supuesto que cabe el terror, ya que dadas sus mortales artimañas no debería haber ni sombra de rastro de tal elemento en sus inocentes vidas. Un niño no se convierte en timorato cuando se despierta su conciencia ante el bien y ante el mal. Por el contrario. Es muy sabio identificar de dónde proceden los bienes y quien suscita las desgracias. La más grave, aunque sea un lenguaje que no tiene presente una sociedad que va quedado abducida por la lejanía de Dios, es perderse su inmenso amor.
El papa Francisco en la misa de los niños que oficiaba cuando era párroco les enseñaba el espantoso perfil del “padre de la mentira” encendiendo en sus corazones el anhelo de alejarlo de sus vidas por encima de todo. Incluso aprovechaba el Dia del Niño para comparar la belleza de un ángel y la cavernosa oscuridad que emana el diablo. Lo hacía a través de un gigantesco monigote de tela representando a esta “personificación del mal”, que tenía petardos dentro, y al que los niños gritaban que había que quemar dada su escalofriante maldad. Ya lo ven, una espléndida catequesis en medio del juego y de la diversión que, poniendo en práctica un capítulo de los Ejercicios Espirituales de san Ignacio de Loyola, enseñaba a los pequeños “a condenar el mal y suscitar el odio hacia el pecado”. En el otro extremo, el bello ángel de tela con sus globos de colores ascendía hacia el cielo mientras los niños rezaban sabiendo que, vencido el demonio, se estaban encomendando al Padre Celestial en cuyos brazos querían estar. Esta es una gran y hermosa lección espiritual altamente pedagógica.
Isabel Orellana Vilches