La necesidad de contar con modelos para la vida es un hecho. El problema está en la selección muchas veces precipitada al punto que algunos de esos modelos que se imponen se desmoronan, se deshacen como los antiguos juguetes de cartón. El error es singularmente perceptible cuando se encumbran personas cuya conducta se considera digna de admiración, y se anima a imitarlas socialmente, e incluso se las selecciona e invita a presidir actos que por su propia naturaleza deberían quedar libres de riesgos. En una palabra, tendría que existir algo así como un justificante de autenticidad, de coherencia, de honestidad tan claras que no hubiese duda de que la persona o personas elegidas podrían decepcionar si se descubre que son otra cosa. ¿Y quién puede asegurar a priori que existe alguien que posea estos requisitos, que sea fiel a su palabra y que cuando dice que va a hacer algo, realmente lo va a realizar sea cuales sean las circunstancias que se den en su vida? Existen, por supuesto, pero hay algo así como una “prueba del algodón” que permite reconocer el espurio del auténtico porque si vamos a considerarlo como referente para la propia conducta no puede ser cualquiera, ni elegirlo entre aquellos a quienes les falta lo esencial. Veamos algunas de las características desde el punto de vista humano.
El prototipo de modelo que requiere la vida de cualquiera ha de ser transparente. Tiene que actuar en honor a la verdad. Ser humilde. No buscar sus propios intereses. No puede dejarse llevar por la vanidad. Discreción y prudencia han de ser manifiestas. No basta con que esté dispuesto a entregarse por el bien de los demás o que lo realice de forma puntual: tiene que ser observable constantemente. Ser parco en palabras; decir las justas. Ha de comprometerse únicamente con aquello que forma parte de su ideario. No puede tener miedo a negarse a realizar, o a justificar lo que atenta contra su conciencia. Debe tener claridad de miras. No perseguir la admiración. Estar dispuesto a mantener sus compromisos, aunque con sus decisiones pierda simpatías; no ha de negociar con ellas. La integridad exige renuncias que han de formar parte de su día a día. Ha de desterrar todo engaño. Sentirse anonadado cuando sabe que alguien le tiene en alta consideración. Admitir su pequeñez, sus flaquezas y errores. No vanagloriarse. No sumergirse en éxitos mundanos. No considerar que la inteligencia tiene una supremacía respecto a la virtud, etc.
Y si añadimos la vertiente netamente espiritual, por supuesto no se trata de hablar de la fe teóricamente; es un campo harto delicado con el que no se puede mercadear. No bastan unas palabritas como esas que se pronuncian ocasionalmente en un foro concreto para después hacer lo que a uno le viene en gana. El hombre o mujer de fe verdadera incorpora a lo expuesto anteriormente otras tonalidades que van in crescendo cuando vincula su pensar, su querer y su quehacer a la voluntad divina. Y, naturalmente, no busca llamar la atención ni ser icono de otras vertientes que nada tienen que ver con esta virtud teologal y lo que ella conlleva.
Por supuesto que hay incontables personas que han reunido todos los valores y virtudes enumeradas y muchísimas más. Los integrantes de la vida santa son ejemplo de ello. Y eligieron sabiamente a quien imitar. Así pues, ¿para qué ese afán que se da en la sociedad de estar buscando modelos cuando tenemos el más excelso, que es Cristo? ¿Por qué teniéndole a Él hay que conformarse con sucedáneos?
Isabel Orellana Vilches