Reconozco que lo tuve fácil, porque en el universo infantil de tambores y procesiones siempre estuvieron presentes, gracias a mis padres, las celebraciones del Domingo de Ramos y del Triduo Pascual. Desde muy pequeños tomamos nuestros ramos de olivo, oramos ante el Monumento el Jueves Santo, contemplamos la sobriedad del Viernes y, aunque el fuego de la Noche santa tardó algo más, también el Aleluya del domingo grande nos resonó siempre, aún con el cansancio de toda la semana en la calle. Era todavía una época donde las hermandades y cofradías y sus hermanos mantenían una vinculación natural y afectiva con los templos en que radicaban, expresada en la preparación y en la asistencia a los cultos de Semana Santa, de Navidad y otros de importancia a lo largo del año.
Después, el incremento un tanto desmesurado en las últimas décadas de todo lo cofrade, sobre todo de sus aspectos accesorios y complementarios, ha podido llegar a distraer la atención tanto los propios cultos de reglas de las hermandades como los que tienen lugar en los templos donde residen en las fechas destacadas del calendario cristiano. Y quizás también se haya roto el eslabón de transmisión a las generaciones más recientes de la importancia y significado esencial del Domingo de Ramos y del Triduo Pascual, que están en el centro de la vida cristiana y por ende cofrade.
Por ello, dentro del maremágnum que vivimos las últimas semanas de Cuaresma, no estaría de más el esfuerzo de hermandades y sacerdotes por redescubrir a los hermanos el sentido y el contenido profundo de estas celebraciones pascuales e involucrarlos en sus preparación y asistencia. También, el poner en relación la liturgia de estos días con los titulares y los pasos de nuestras cofradías, que no son sino escenas concretas de los misterios que conmemoramos de una manera global. ¿Por qué, por ejemplo, no encender las velas de los pasos, retirarles las flores gastadas o tenerlos dignamente presentados en estas jornadas, las más importantes del año litúrgico para que su contemplación nos atraiga y ayude a vivir estas celebraciones de la Iglesia?
Cuando procesionamos con las palmas el Domingo de Ramos cantando hosannas, ¿cómo no sentirnos pregoneros del drama sacro que rememoramos? Cuando escuchamos los cantos del Siervo de Isaías, la carta a los Filipenses -«obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz»- o los relatos de la Pasión, ¿cómo no ver reflejadas ahí las imágenes sagradas de nuestras hermandades, con toda su carga de dolor y sacrificio por nuestra redención? Cuando el Jueves Santo, jornada de gran arraigo en Sevilla, vestimos de gala por ser el gran día de la Eucaristía y del Amor Fraterno, ¿cómo no sentir el peso de nuestra tradición sacramental en las procesiones de reserva de Jesús Sacramentado, y en la oración ante los Monumentos -belleza de plata, luz y flores- como si fuera el huerto de Getsemaní en la noche misma de la Pasión?
Cuando en el silencio de la tarde del Viernes Santo el sacerdote postrado en tierra nos haga entrar en el vacío de la muerte de Cristo, y luego el fuego nuevo encendido en la Vigilia Pascual llegue desde el cirio -«Luz de Cristo»- hasta nuestras velas, ¿cómo no gozar en plenitud total nuestro sentir y vivir como nazarenos y cofrades? El canto lírico del pregón pascual, ¿cómo no enlazarlo con las imágenes de Jesús que anidan en nuestro corazón?
El Aleluya que por tres veces resuena tras las lecturas del Antiguo y del Nuevo Testamento, la renovación de las promesas bautismales, la aspersión con el agua recién bendecida, ¿cómo no percibirlo como si fuera la función principal que tanto nos atrae, no de nuestra hermandad particular, sino del cristianismo total? No somos ni seremos peores cofrades por quitarnos, quizás, alguna vivencia de la calle para gustar de las solemnidades litúrgicas que se celebran estos días santos en los templos.
Isidro González