Jesús crucificado, a quien contemplamos y adoramos de manera especial en estos días de Semana Santa, es la expresión más realista y extrema del amor incondicional de Dios a la humanidad, el signo misterioso e insondable de su perdón, compasión y ternura redentora. Por eso, el grito de Jesús en la cruz contiene todas las noches oscuras del alma, todas las muertes, todos los gritos del hombre pecador y alejado de Dios, todos los gritos de los justos oprimidos, de los justos derrotados por hacer el bien, todos los gritos de invocación, de angustia, de impotencia, de desesperación: pero también, todos los gritos de confianza y de esperanza.
En la lógica de la cruz, el amor es más fuerte que la muerte y el perdón más fuerte que la venganza. En la cruz, Dios se da por completo, se manifiesta en su más íntima esencia que es el amor. Sólo el amor increíble de Dios puede explicar lo ocurrido en la cruz. Sólo a la sombra luminosa de la cruz pudo surgir la milagrosa afirmación cristiana: Dios es amor (I Jn 4, 8.16)
Sabemos que el Triduo Pascual culminará con el epílogo luminoso de la Resurrección gloriosa del Crucificado en la celebración de la Vigilia Pascual.
Pero hasta entonces, la Iglesia nos invita a velar en oración el cuerpo muerto y sepultado del Hijo de Dios, que no está ya en el Gólgota ni en el sepulcro nuevo donde lo enterraron y del que resucitó glorioso, sino en los gólgotas y en los viejos sepulcros en los que vivimos inmersos cada día de nuestra vida:
Los gólgotas de los hermanos enfermos, encarcelados, marginados, víctimas del terrorismo y de las guerras, en paro, migrantes, desplazados de sus hogares, hambrientos de pan y de dignidad humana, de compresión y de apoyo, de acogida, de integración y de fraternidad, pendientes de una mano amiga. Allí donde tenemos un hermano que nos necesita, encontramos un gólgota en el que Cristo es de nuevo crucificado. Son muchísimos en nuestro entorno, como bien saben en nuestras cáritas parroquiales, que acogen amorosamente a tantos hermanos que lo necesitan. Son cientos de millones en nuestro mundo; y nuestros propios gólgotas; y los sepulcros de nuestra insolidaridad, de nuestro egoísmo y de nuestra comodidad, de nuestros miedos, de nuestra prepotencia, de nuestras indecisiones, de nuestras omisiones. El sepulcro de nuestra desconfianza en Dios, cuando seguimos recurriendo a los criterios e instrumentos de los reinos de este mundo –el poder, la influencia, el prestigio, el dinero- y no nos abandonamos en sus manos para construir el Reino de Dios: “el reino eterno y universal: el reino de la verdad y la vida, el reino de la santidad y la gracia, el reino de la justicia, el amor y la paz”.
La oración profunda e intensa de estos días nos preparará para llevar con decisión comprometida a esos gólgotas y a esos sepulcros de nuestra vida y de la de nuestros hermanos, el mensaje salvador y esperanzado del Señor Resucitado, y a hacerlo con el estilo, los métodos y los criterios del Reino de Dios y no con los criterios de este mundo.
Salvador Diánez, delegado episcopal de Cáritas Diocesana de Sevilla