Vivimos en una sociedad dominada por la ‘cultura de la acción’, profundamente voluntarista e intensamente sentimental, donde las emociones adquieren una cotización cercana a la verdad. Por encima de otras consideraciones, esta cultura dominante tiende a valorar en las personas su capacidad para producir. Y a quienes se considera privados de esta facultad, actual o potencialmente, se les descarta fácilmente: el no nacido ‘defectuoso’, el enfermo, el anciano…
Fuera del mundo, la película italiana de la que hablaremos, se sitúa en una onda completamente distinta a la descrita en el párrafo anterior. Estrenada en su país en 1999, la cinta pasó sin pena ni gloria por la cartelera española en 2002, a pesar de los 15 premios recibidos en diversos festivales y de tratarse de una pequeña joya. Ciertamente, su tono intimista exige del espectador una actitud reflexiva, necesaria para introducirse en el corazón de los protagonistas, comprender sus anhelos y compartir sus preocupaciones.
Dirigido por Giuseppe Piccioni, que también colaboró en el guión, el filme crea un singular microcosmos en el que se moverán los tres personajes principales. Tres vidas que se entrecruzan en Milán a raíz de un episodio que les obliga a enfrentarse con sus miedos, sus dudas y sus frustraciones. Se trata una monja que va a profesar sus votos perpetuos (sor Caterina), un cuarentón dueño de una lavandería (Ernesto) y una joven (Teresa). Los tres parecen un poco más débiles que el resto de la gente, sin vínculos ni esperanzas en el futuro, como si se encontraran ‘fuera del mundo’ y necesitados de que pase algo que les descubra el sentido de sus vidas.
Margherita Buy (la frágil/fuerte Caterina) y Silvio Orlando (con ese aire a Peter Sellers) están magníficos. Ludovico Einaude se luce con una preciosa partitura y el vestuario alcanza un alto valor simbólico, hasta el punto de que un jersey será el hilo conductor que una las puntas del relato. Estructuralmente, Fuera del mundo entronca con algunas películas norteamericanas corales que han diseccionado certeramente la crisis moral de las sociedades occidentales, como Grand Canyon o Crash.
Estamos ante una película de apariencia sencilla que sin embargo plantea cuestiones de gran calado: el sentido profundo de la vocación religiosa, las limitaciones de los amores humanos frente a la infinitud del amor divino, o la radical capacidad transformadora de la caridad cristiana. Todo ello sin eludir las fuertes tentaciones materialistas, y sin caer en el ingenuo espiritualismo de quienes presentan sin defectos a aquellos que aspiran a la perfección, pero con un optimismo de fondo más cercano a la realidad que el cinismo imperante en cierto tipo de cine.
Juan Jesús de Cózar