En una parroquia que conozco hay un sacerdote ya mayor cuyas pláticas son poco brillantes (por describirlas amablemente).
Sus homilías tienen principio y en algún momento fin, pero en el camino las ideas vuelan de aquí para allá, inconexas, infantiles y sin hilo conductor.
Nadie sabe a ciencia cierta qué ha querido decir en su discurso. No sabemos si es que no se prepara la homilía y la improvisa o, simplemente, es que no tiene el don de palabra y no lo sabe, por eso no ha hecho nada por disimularlo. La feligresía incluso agradece que “en época de melones no dé sermones”. Total, ¿para qué?
Si lo cambiasen de destino, nadie echaría de menos su predicación. Eso sí, el padre pone cariño al asunto. No es elocuente, pero sí entusiasta. Y sin embargo -reflexionaba yo sobre la cuestión-, este hombre que en mi opinión es tan poco dotado para la predicación, desempeña una labor irremplazable y deberíamos estarle agradecidos.
Él es un ministro del Señor y como tal, nos acerca la salvación.
La tarea que tiene encomendada es importante, vital. Al bautizar, hace nacer para la Vida a los nuevos fieles y los incorpora al Pueblo de Dios; en cada eucaristía hace presente al Salvador para que podamos recibirlo e intimar con Él; al dispensar el perdón de los pecados por la confesión de nuestras faltas, nos reconcilia con Dios y con la Iglesia; al confirmar, hace las veces de obispo y lanza a la misión a los bautizados; al recibir el consentimiento matrimonial de los novios cristianos, estos quedan ligados como esposos ante Dios con un vínculo elevado a la dignidad de sacramento; al ungir a nuestros ancianos y enfermos, les transmite el consuelo de una gracia especial para esa fase de su vida.
Aunque su predicación sea tediosa, cosa con la que el Señor desde luego cuenta, es un administrador de los misterios de Dios y su misión es esencial para nosotros y para la Iglesia.
Como a Dios no se le escapa nada y en Sus manos todo es para nuestro bien, las homilías de este curita cumplen su misión y seguirán siendo fuente de santificación para nosotros los feligreses. A lo mejor, no por lo elocuentes, catequéticas o interesantes que resulten, sino porque nos ayudan a ejercitar la paciencia. Cualquier vía es buena para amar al Señor.
“Los caminos de Dios no son nuestros caminos” (Is 55,8).
Irene Mª Soto Noguero
Licenciada en Ciencias Religiosas