Este gran médico e investigador, descubridor de la trisomía del cromosoma 21 que define el Síndrome Down y que abrió las puertas a la comprensión de otras patologías cromosómicas, bien pronto entendió que el eje y fin de toda acción científica es el ser humano. Que la medicina no puede tener otro objetivo que mejorar la vida de los que sufren; no erradicarlos. Y justamente su coherencia, el cumplimiento estricto del juramente hipocrático que había realizado, junto a su inmensa sensibilidad y ternura hacia los débiles tuvo graves repercusiones tanto en su labor investigadora como a nivel personal. Pero se mantuvo firme en sus creencias y defendió la vida con bravura por lo que san Juan Pablo II se fijó en él contando con su sabiduría y virtud. Así en 1974 fue designado miembro de la Academia de las ciencias, y posteriormente promotor de la Academia Pontificia para la Vida.
Puso grandes esfuerzos, hizo todos los sacrificios que fueron precisos para desterrar la idea de que los niños afectados por el Síndrome de Down, denominados entonces “mongólicos”, con un tinte cuasi despectivo, perecieran en los abortorios a los que eran condenados por la cruel práctica eugenésica negativa. Ese tribunal que al margen de Dios determina subjetivamente los que han de vivir o los que deben morir, y que actúa fuera de la ética haciendo gala de una fría deshumanización y sangrante egoísmo cuando al modificar la herencia genética la manipula en aras de una eventual mejora de la especie humana discriminando, eliminando o impidiendo la reproducción de los que considera “indignos”, “no deseables”, “inferiores”, en suma, “una carga”. Una selección que pretende premiar a los más sanos, los más inteligentes, los fuertes o los que posean unos determinados rasgos físicos.
Jerome tenía muy presente el genocidio, históricamente reciente para él que había nacido el 13 de junio de 1926 en Montrouge (Francia), que el nazismo había aplicado contra muchos colectivos de la sociedad por razones ideológicas, por diversos trastornos, malformaciones o cualquier discapacidad que, según su criterio, los hiciera menos aptos para la vida y por lo cual debían ser exterminados, como de hecho llevaron a cabo en los campos de concentración.
Este gran médico, declarado venerable por el Papa Francisco en 2021, lidió contra esta forma de discriminación que se olvidaba de esa investigación que busca el mejor tratamiento para abordar patologías que en su caso tenían como fin las de origen genético que se manifiestan con una discapacidad intelectual. Defendió a los débiles y formó un equipo que sustentara sus principios y los aplicase a los niños y jóvenes desfavorecidos contribuyendo a crear el mayor bienestar para ellos.
Por su titánica labor en 1962 fue nombrado asesor de la OMS, galardonado con el Premio Kennedy en 1963, y otros, entre los que se halla el Premio William Allen en San Francisco, la más alta distinción en el ámbito de la genética, amén de ser elegido como miembro de numerosas academias de todo el mundo. Como contrapunto, se le negó el Premio Nobel y los medios económicos para proseguir la investigación, que debió financiar con donaciones de carácter privado. Pero en el frontispicio de la historia de la medicina ha quedado escrito el nombre de este precursor de la citogenética y de la genética moderna que se percató de que su descubrimiento podría servir para objetivos opuestos, ya que al identificar la trisomía del cromosoma 21 se podrían condenar a los bebés que vinieran con él, pero ello le sirvió justamente para luchar por el respeto absoluto que merece cada vida desde el principio hasta el final.
Isabel Orellana Vilches