«Ardientemente he deseado celebrar esta Pascua con vosotros antes de padecer” (Lc 22, 15-16). Estas palabras del evangelista san Lucas contienen los sentimientos más íntimos del Señor en la noche del primer Jueves Santo. Jesús es consciente de que ha llegado la hora de pasar de este mundo al Padre. Pero antes, desea despedirse de sus discípulos celebrando con ellos la Cena Pascual. Veinte siglos después, Él quiere celebrarla con nosotros en este Jueves Santo de 2019. Como la comunidad apostólica, seremos protagonistas emocionados de este encuentro, en el que el Señor nos hace tres regalos magníficos, que prolongan su presencia entre nosotros: la Eucaristía, los hermanos y los sacerdotes.
En la noche de Jueves Santo el Señor instituye la Eucaristía. La Iglesia no ha salido aún de su asombro, ni lo podrá hacer jamás, al contemplar el misterio eucarístico. Sabe que nunca podrá narrar con palabras ajustadas la grandeza del amor de Jesucristo que se nos entrega en el sacramento de su cuerpo y de su sangre. La lengua humana ha tratado durante veinte siglos de cantar el misterio «de la preciosa sangre y del precioso cuerpo», aunque siempre ha reconocido con humildad que sólo son balbuceos de gratitud y reconocimiento.
Era la fiesta de la Pascua judía. La primera luna llena de primavera iluminaba aquella noche, como la iluminará también en este Jueves Santo. Jesús celebra la Pascua comiendo el cordero pascual con sus Apóstoles. Y en aquella cena religiosa, en la que Israel recordaba su salida de Egipto, Jesús anticipó su entrega quedándose en la Eucaristía. En este Jueves Santo recordamos la institución de este sacramento, que a lo largo de dos mil años la Iglesia no ha cesado de celebrar. Ella «contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo mismo, nuestra Pascua» (PO 5); ella es el centro y culmen de la vida cristiana, el sacramento de la presencia amorosa de Dios en el mundo. En ella nos encontramos con Jesús, vivo, glorioso, resucitado, presente entre nosotros de manera real y verdadera.
En ella Jesús se hace nuestro contemporáneo, se nos hace cercano, amigo y compañero de camino. Acudamos cada día a visitarlo, acompañarlo y adorarlo en el sagrario. No nos cansemos de pasar largas horas ante esta presencia profundamente dinámica y bienhechora, pues desde el sagrario el Señor nos atrae para hacernos suyos, nos fortalece y diviniza. ¡Cuánto consuelo, cuánta fortaleza, cuánta fidelidad, cuántas virtudes han crecido en la íntima comunicación de los fieles cristianos con el Señor, en la visita al Santísimo y en la adoración silenciosa del Santísimo Sacramento! Acudamos en esta tarde a visitarlo en los Monumentos, agradeciendo a Jesucristo su presencia permanente en nuestros templos.
La Eucaristía es mesa santa en la que el Señor se convierte en alimento del caminante y banquete en el que Él nos invita a participar cuando nos dice: «En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre no tendréis vida en vosotros» (Jn 6,53). Efectivamente, en la tarde de Jueves Santo Jesús instituye la Eucaristía también como sustento y alimento, que transforma nuestra vida, nos cristifica y nos hace, como escribiera san Cirilo de Alejandría, «concorpóreos y consanguíneos con Cristo».
Jesús instituye la Eucaristía después de proclamar el mandamiento nuevo y de lavar los pies a los Apóstoles, gesto con el que les propone un programa de vida basado en el amor, la entrega a los hermanos, el perdón y en el espíritu de servicio. Cuando el Señor propone una tarea, da también la fuerza necesaria para cumplirla. La tarea del amor servicial y gratuito a los hermanos, como en general, toda la vida cristiana vivida en una atmósfera de exigencia y de tensión moral sólo es posible vivirla con la gracia y la fuerza interior que nos brinda la Eucaristía, recibida con frecuencia y con las debidas disposiciones.
En la víspera de su Pasión, el Señor se queda con nosotros también a través de nuestros hermanos, con los que Él se identifica. Con la Eucaristía Jesús nos deja el mandamiento nuevo: «Amaos los unos a los otros como yo os he amado» (Jn 13,34). Participar en la Eucaristía es participar del amor de Jesús por la humanidad, que nosotros debemos reproducir en nuestras vidas como señal de nuestra condición de cristianos. Jesús, que se nos entrega totalmente en la Eucaristía, por medio de su Espíritu introduce en nuestros corazones su propio amor, un amor que nos urge a perdonar, acoger y servir, a salir al encuentro de nuestros hermanos que sufren y a hacer de nuestra vida una donación de amor. El amor fraterno, que Jesús vive y nos enseña lavando los pies a los Apóstoles, no se ejerce pasando de largo o permaneciendo en la propia cabalgadura, sino abajándose, como hizo el buen samaritano, para recoger al hermano que sufre heridas físicas, psicológicas o morales.
Este es también el camino de sus discípulos. No amaremos a los hermanos si nos acercamos a ellos desde nuestra superioridad o si compartimos con ellos sólo lo que nos sobra. El amor cristiano, el amor de Cristo en nosotros, debe impulsarnos a ponernos a los pies de los pobres para servirles, a compartir la suerte de los desheredados, a ponernos de su parte y en su lugar, a caminar como Cristo por el sendero de la humillación y el despojamiento, para enriquecer como Él a los demás «con nuestra pobreza» (2 Cor 8,9). En la Eucaristía de Jueves Santo repetiremos el gesto de Jesús lavando los pies a los Apóstoles. Que mientras realizamos el lavatorio a imitación del Señor, le pidamos que este gesto penetre en nuestros corazones y nos ayude a vivir nuestra vida cristiana desde el amor, el perdón, la compasión, la fraternidad y el servicio a nuestros hermanos, porque también en ellos Jesús ha querido quedarse cuando nos dijo: «lo que hagáis con estos mis humildes hermanos, a mí me lo hacéis» (Mt 25,40).
El Jueves Santo es además el día del sacerdocio. Jesús lo instituye después de instituir la Eucaristía cuando dice a los Apóstoles: «Haced esto en memoria mía» (1 Cor 11,24-25). Sin sacerdotes no hay Eucaristía. Por ello, en este día encomendamos al Señor a nuestros seminaristas y pedimos al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies, que no nos falten nunca sacerdotes que puedan celebrar este admirable sacramento. Pidamos también al Señor la fidelidad y la santidad para nuestros sacerdotes. Que en nuestro ministerio y en nuestra entrega a Dios y a los hermanos estemos a la altura de lo que el sacramento que celebramos representa y simboliza: el cuerpo de Cristo entregado y su sangre derramada para la salvación de todos los hombres. Pidamos también que nuestra vida sea como una transparencia cabal del Señor a quien representamos ante el Pueblo de Dios al que tenemos la misión y el gozo de servir.
+ Juan José Asenjo Pelegrina
Arzobispo de Sevilla
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