“Había una vez un matrimonio que tenía cuatro hijos legítimos varones y tres hijas adoptadas. Cuando se les preguntaba por qué razón, siendo un hogar de humilde condición, las habían adoptado, decían: porque hemos querido que nuestros hijos varones conozcan a la mujer, la respeten y la protejan”.
Con este bonito testimonio de amor comenzamos este post acerca de la importancia de la figura paterna y el vínculo con el padre, donde resaltaremos también la mayor complejidad de éste con respecto a la figura de la madre y el vínculo materno, ya que la mujer desde el mismo momento en que concibe la vida, tiene conciencia de que es madre, pues su conexión con el nuevo ser está inscrita en su propio cuerpo.
Sin embargo el padre experimenta la relación con el hijo de una manera diferente ya que lo hace, por así decir, desde el exterior, pues no siente en su mismo cuerpo esa conexión con la vida que se está gestando, y se ha de enterar de otra manera –en muchos aspectos conocerá por la madre su propia “paternidad”-, siendo en muchos casos un proceso con una complejidad afectiva y espiritual que llevará largo tiempo.
EL SER HUMANO, LA VOCACIÓN AL AMOR Y EL VÍNCULO CON EL CREADOR
Alicia, la protagonista del país de las maravillas del famoso cuento de Lewis Carroll, pregunta al gato de Cheshire en un cierto punto, qué camino debía tomar. Cheshire le contesta: “Eso depende mucho del lugar a donde quieras ir. Si no sabes a donde quieres ir, no importa qué camino sigas”. Pero saber adónde vamos además, entronca con saber de dónde venimos, para no tomar un camino equivocado.
Desde los años 50, después de la II Guerra Mundial y hasta ahora, se ha producido una gran revolución antropológica donde se ha querido dar la vuelta a todo el significado de lo que es el ser humano, la corporalidad y la afectividad, sobre todo pasando a través del significado de ser mujer y de ser varón.
Este nuevo imperativo antropológico – Benedicto XVI lo llamaría “trágica reducción antropológica”- nace de no tener claro el significado verdadero que tiene el cuerpo, no saber qué es el ser humano, su vínculo con el Creador y, en consecuencia, ignorar su profunda vocación al amor. Ese triste desconocimiento ha sido el caldo de cultivo aprovechado por las ideologías imperantes para instalarse en la sociedad de nuestro siglo.
¿QUÉ OCURRE CON LA FIGURA DEL PADRE?
Ante este panorama generado, ayudado además por el peso de los medios de comunicación, nos preguntamos: ¿Qué ocurre con la figura del varón y, por ende, con la del padre?
La respuesta es tan clara como desconcertante: no sabemos dónde colocarlo y cuál es el peso y lugar de la figura del varón, pues se ha generado además un prejuicio que pone al hombre en un nivel de alerta que excede la normalidad a la hora de acceder a la figura de lo femenino, llegando incluso a ponerse en tela de juicio la bondad y necesidad del padre en la familia.
Para poder hablar de la figura paterna con toda su riqueza, hemos de retroceder al origen, a lo que es el ser humano en el designio creador de Dios, única criatura hecha a Su imagen y semejanza, creada por amor y para amar.
Y como no podía ser de otra manera, en la persona humana -en su corazón y su cuerpo- queda reflejado ese designio de amor, pues a través de todas sus señales pone de manifiesto quiénes somos y a qué estamos llamados.
VOCACIÓN UNIVERSAL AL AMOR
Esa vocación universal al amor, a ser don para el otro, se manifiesta en la llamada a la esponsalidad y al servicio, que ha de estar en todo momento custodiada por la castidad, virtud que enseña el arte de amar – y que se concreta además con la entrega del cuerpo en el matrimonio – y la pureza, que cuida todo lo que nos lleva al amor.
Si entendemos que somos hijos de Dios, creados a Su imagen y semejanza, descubriremos que nuestra misión es reflejar el rostro del Padre en la tierra. Por tanto, la forma en la que nuestros hijos nos vean, se aproximará a la forma en la que están percibiendo a Dios, y su relación con la transcendencia estará marcada en parte por la que tengan con los padres.
Cuando en todo nuestro comportamiento y nuestro ser se han integrado las tres dimensiones de la persona: la dimensión espiritual -su relación con la transcendencia-, la dimensión psicoafectiva – lo que siente- y la dimensión corporal, en la unidad de una comunión personal orientadas a un mismo fin, el verdadero amor fluye con sencillez en la vida y da plenitud a la persona.
EL DESARROLLO DE LA PERSONA Y LA VINCULACIÓN CON LA FIGURA PATERNA
El ser humano es un ser desiderativo ya que los deseos –materiales o no- son el motor de su vida. Sin embargo, una vez se alcanza la satisfacción del deseo cumplido, se descubre que no acaba de colmar interminablemente la necesidad que lo originó, y enseguida surge uno nuevo.
Esta paradoja entronca con la maduración y la psicología de los niños(as), pues si el ser humano funciona de este modo, en la infancia más aún, con lo cual es imprescindible por parte de los padres educar el deseo. Si imaginamos al niño(a) con una “pataleta” ante un plato de lentejas que aborrece, el padre dirá “te las comes o te las comes” mientras que la madre le obligará a comer una cucharada mientras ella come alternativamente otra hasta acabar el aborrecido plato.
Ante esta tendencia innata del ser humano, padre y madre actúan de manera diferente y complementaria, ambas igualmente necesarias para el desarrollo equilibrado del hijo(a). La madre lo hará según el “principio misericordia”, pues la mujer tiene una capacidad para acoger el sufrimiento más desarrollada que el varón, marcada además por el vínculo materno por el que ella y el hijo se perciben como un solo “yo”. Sin embargo, el padre actuará según el llamado “principio realidad” -el varón explica mejor al niño/a los límites- y además será percibido como “alteridad”, es decir como “lo distinto”, aquel que favorecerá la relación con todo lo que no es el propio “yo”.
VIAJE A LA INDIVIDUALIZACIÓN
Aún actuando padre y madre según ambos principios, lo ejercerán innatamente de manera muy diferente.
En la sociedad relativista de hoy en día, autoconfigurable y redefinible, donde el padre no sabe en qué lugar colocarse, habiendo incluso familias en que se prescinde deliberadamente de su figura, nos encontraremos básicamente envueltos por el “principio misericordia”, que ralentizará o desfavorecerá el “viaje a la individuación” que debe emprender el hijo/a.
En ese ”viaje” serán necesarios tres actores, que con su acción favorezcan el proceso:
(a) La madre, que ha de ser consciente de ese recorrido que ha de hacer el hijo/a hacia la figura de “los demás” y que con generosidad y desprendimiento debe empujarlo/a hacia el padre;
(b) el padre , que debe interferir sanamente en el vínculo del hijo/a con la madre , estar disponible para acompañar a estos/as en la maduración de todas las dimensiones de la persona y más adelante darles “su bendición” y permiso para que sean lo que han de ser y así arrojarlos/as responsablemente al mundo; y
(c) el hijo/a, que ha de asumir el sufrimiento que requiere ese gran paso hacia los otros. Este trabajo de desapego de la madre, entronca con la maduración de la afectividad en los hijos/as.
Si el hijo varón tiene un apego excesivo hacia la figura materna y a partir de un momento dado no encuentra ese camino hacia la figura de lo masculino, podría llegar a tener en muchos casos problemas de identidad. De manera que no favorecer el desarrollo sano de los vínculos puede generar profundas heridas afectivas en la edad adulta.
LA MASCULINIDAD DEL PADRE
Centrándonos en la figura paterna, otro factor que pesa con gran fuerza en el desarrollo de la persona es que el varón leerá en la masculinidad del padre su propia masculinidad, y la hija tendrá en él el referente en el que buscar al futuro padre de sus hijos, además de descubrir en qué consiste esa masculinidad inexistente en ella.
Sin embargo, en la sociedad actual, se ha generado un prejuicio que pone al varón en un nivel de alerta que excede la normalidad a la hora de acceder a la figura de lo femenino, por cómo se le vaya a entender. Con esta situación, al hombre le cuesta encontrarse y encontrar su sitio.
Ante este importantísimo rol, es fundamental que los hijos/as experimenten el amor del padre, no como algo que saben por definición, sino sentirlo a través de gestos y hechos y no poner nunca en duda su amor por ellos. Incluso en el peor de los casos en que éste fuese un desastre como tal, en su deseo más profundo, y aunque fuera incapaz de transmitirlo o ejecutarlo, está el que lo mejor de sí mismo pase a ellos.
HERIDA TRANSGENERACIONAL
Es inevitable sin embargo que su manera de gestionar la vida y las relaciones -con sus aciertos y sus errores- marque profundamente la de los hijos/as, generando en ellos la llamada “herida transgeneracional”.
La infancia es el patio del recreo en el que jugaremos el resto de nuestra vida, por tanto esa etapa, con todo lo que en ella se ha de construir es de vital importancia.
Es tarea imprescindible explicar a nuestros hijos que nuestro vínculo primero es con el Creador, e inmediatamente después con nuestra familia. Y estos vínculos hay que vivirlos, experimentarlos y trabajarlos.
El sano vínculo con el padre y con la madre desde el comienzo de la vida, dejará su huella impresa en cada ser humano. Por tanto, favorecer el “vínculo con el padre” y el “viaje a la individuación”, es tarea de toda la familia, y para ello padre y madre desde el amor bien entendido han de colaborar complementariamente.