Nunca nos imaginamos que un día tuviéramos que decidir por la vida de un hijo, pero si de repente te comunican “muerte cerebral” tienes dos opciones, morirte con él en vida, o decidir que su muerte tenga un sentido, y a esta segunda opción me agarré yo.
Quise que mi bebé de siete meses y con diez kilitos se marchara dando vida, y por ello pregunté a la Coordinación de Trasplantes de Sevilla si José Andrés podía ser donante. Las lágrimas de la coordinadora fueron la respuesta. Entonces entendí la importancia de saber que la muerte no es el final, que la muerte es otro nacimiento, y que un sí a tiempo puede ser tu propia salvación.
Sentí una paz tan grande que, aun habiéndome arrancado mi propio corazón de cuajo con la muerte física de mi hijo, el milagro del trasplante sucedía en otros cuerpos con su hígado y sus riñones, llegando a quien no conocíamos, pero dándoles una oportunidad para seguir viviendo. Conocí la alegría nacida del dolor, experimentando así el camino del sufrimiento a la paz.
Ha merecido la pena convertir mis lágrimas en vida. Y sin duda creo que concienciar en la vida después de la vida es el camino. Porque la vida que se nos ha regalado alcanza una gran plenitud cuando al darla se convierte en el bálsamo de la generosidad para seguir caminando, siendo instrumento del primer donante de la historia: Jesús.
Susana Herrera, periodista