La huella de un viaje que nadie quiere hacer

Cuando hablamos de movilidad humana tendemos a hablar de cifras, datos económicos, demográficos… y a menudo olvidamos que detrás de ellos hay nombres, historias, vidas, personas como Alí, que tuvo que huir sin despedirse por manifestarse y defender los derechos de su pueblo poniendo con ello en riesgo la seguridad de su familia. Un año después, aún no ha podido contactar con su madre. O como Lamine, que pasó semanas sin poder dormir recordando los días en el mar, sin poder hablar de ello con nadie, sin nadie que tuviera tiempo que dedicarle en el centro de menores en el que ingresó a su llegada.

Migrar es un cambio vital de gran impacto que implica la separación de la familia, de los amigos, la comunidad, la lengua, la tierra, las tradiciones, a veces incluso de la propia identidad. Un proceso que se vuelve especialmente duro cuando no es una decisión voluntaria. La migración forzosa implica una salida sin garantías ni protección administrativa, sin destino específico, sin más equipaje que el propio cuerpo, y empuja a la vivencia de experiencias muy dolorosas, a transitar rutas migratorias muy duras, y a acumular mucho sufrimiento.

Las circunstancias de partida, el viaje y la llegada cada vez son más extremas y las personas se ven superadas, al menos temporalmente, en su capacidad de adaptación, lo que interfiere en la salud y en el proceso de integración, dejándolas en una mayor situación de vulnerabilidad.

Proporcionar una atención que diera respuesta a esta necesidad de cura, de sanar la herida que provoca la migración forzada, se ha convertido en una prioridad dentro del trabajo que realizamos para favorecer el proceso de integración de la persona migrante, que a menudo se ve frenado y limitado precisamente por el estado emocional que atraviesa.

La atención psicológica se ha convertido en un factor esencial del acompañamiento que realizamos en el proyecto Nazaret a las personas migrantes. A través de él, ayudamos a canalizar y a asumir lo que han vivido, y les proporcionamos herramientas para facilitar la adaptación, la autonomía y la integración en la sociedad desde la realidad en la que se encuentran. Para ello hemos visto necesario generar espacios de seguridad, en los que podamos ofrecer experiencias positivas y mucha escucha, para que puedan poner palabras a lo vivido y reciban que comprendemos su dolor. Necesitan, en muchas ocasiones volver a confiar en el ser humano y saber que hay personas, además de ellos mismos, que luchan por sus derechos, que no están solos. También es necesario que la persona entienda su malestar vital, consecuencia de la experiencia traumática que le ha supuesto el proceso migratorio, pero, sobre todo, hacerle saber que es una situación reversible y que es posible superarlo.

En medio de una sociedad que presume y reivindica constantemente los derechos humanos, es la primera vez en la historia de la humanidad en la que se criminaliza la movilidad humana. Ojalá podamos transmitir, desde nuestro ser cristiano, la necesidad a hacer vida esos cuatro verbos de los que nos habla el papa Francisco: acoger, proteger, promover e integrar. A ser hogar y no frontera. A no ver cifras ni amenazas, sino a personas heridas, despojadas y necesitadas.

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