Damos comienzo al ciclo de catequesis sobre el tema de la oración impartidas por el Santo Padre, desde mayo del 2020 a junio del 2021. La primera de 38 enseñanzas se titulada: La oración es un grito que sale del corazón.
La oración es el aliento de la fe, es su expresión más adecuada. Como un grito que sale del corazón de los que creen y se confían a Dios.
Pensemos en la historia de Bartimeo, un personaje del Evangelio (Mc 10, 46−52) y, os lo confieso, para mí el más simpático de todos. Era ciego y se sentaba a mendigar al borde del camino en las afueras de su ciudad, Jericó. No es un personaje anónimo, tiene un rostro, un nombre: Bartimeo, es decir, “hijo de Timeo”.
Un día oye que Jesús pasaría por allí. Efectivamente, Jericó era un cruce de caminos de personas, continuamente atravesada por peregrinos y mercaderes. Entonces Bartimeo se pone a la espera: hará todo lo posible para encontrar a Jesús. Mucha gente hacía lo mismo, recordemos a Zaqueo, que se subió a un árbol. Muchos querían ver a Jesús, él también.
Este hombre entra, pues, en los Evangelios como una voz que grita a pleno pulmón. No ve; no sabe si Jesús está cerca o lejos, pero lo siente, lo percibe por la multitud, que en un momento dado aumenta y se avecina… Pero está completamente solo, y a nadie le importa.
¿Y qué hace Bartimeo? Grita. Y sigue gritando. Utiliza la única arma que tiene: su voz. Empieza a gritar: «¡Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí!» (v. 47). Y sigue así, gritando.
Jesús le dice: «Vete, tu fe te ha salvado» (v. 52). Le reconoce a ese hombre pobre, inerme y despreciado todo el poder de su fe, que atrae la misericordia y el poder de Dios. La fe es tener las dos manos levantadas, una voz que clama para implorar el don de la salvación. El Catecismo de la Iglesia Católica, (CIC) afirma que “la humildad es la base de la oración” (n. 2559). La oración nace de la tierra, del humus —del que deriva ‘humilde’, ‘humildad’—; viene de nuestro estado de precariedad, de nuestra constante sed de Dios (n. 2560−2561).
La fe, como hemos visto en Bartimeo, es un grito; la no fe es sofocar ese grito. Esa actitud que tenía la gente para que se callara: no era gente de fe, en cambio, él sí. Sofocar ese grito es una especie de “ley del silencio”. La fe es una protesta contra una condición dolorosa de la cual no entendemos la razón; la no fe es limitarse a sufrir una situación a la cual nos hemos adaptado. La fe es la esperanza de ser salvado; la no fe es acostumbrarse al mal que nos oprime y seguir así.
Queridos hermanos y hermanas, empezamos esta serie de catequesis con el grito de Bartimeo, porque quizás en una figura como la suya ya está escrito todo. Bartimeo es un hombre perseverante. Alrededor de él había gente que explicaba que implorar era inútil, que era un vocear sin respuesta, que era ruido que molestaba y basta, que por favor dejase de gritar: pero él no se quedó callado. Y al final consiguió lo que quería.
Más fuerte que cualquier argumento en contra, en el corazón de un hombre hay una voz que invoca. Todos tenemos esta voz dentro. Una voz que brota espontáneamente, sin que nadie la mande, una voz que se interroga sobre el sentido de nuestro camino aquí abajo, especialmente cuando nos encontramos en la oscuridad: “¡Jesús, ten compasión de mí! ¡Jesús, ten compasión mí!”. Hermosa oración.
Pero ¿acaso estas palabras no están esculpidas en la creación entera? Todo invoca y suplica para que el misterio de la misericordia encuentre su cumplimiento definitivo. No rezan sólo los cristianos: comparten el grito de la oración con todos los hombres y las mujeres. Pero el horizonte todavía puede ampliarse: Pablo dice que toda la creación «gime y sufre los dolores del parto» (Rom 8, 22).
Los artistas se hacen a menudo intérpretes de este grito silencioso de la creación, que pulsa en toda criatura y emerge sobre todo en el corazón del hombre, porque el hombre es un “mendigo de Dios” (CIC, 2559). Hermosa definición del hombre: “mendigo de Dios”.
Catequesis del Papa Francisco sobre la oración. 06 de mayo de 2020