El primer don de toda existencia cristiana es el Espíritu Santo. No es uno de los muchos dones, sino el don fundamental. El Espíritu es el don que Jesús había prometido enviarnos. Sin el Espíritu no hay relación con Cristo y con el Padre. Porque el Espíritu abre nuestro corazón a la presencia de Dios y lo atrae a ese “torbellino” de amor que es el corazón mismo de Dios. Nosotros no somos solo huéspedes y peregrinos en el camino en esta tierra, somos también huéspedes y peregrinos en el misterio de la Trinidad. Somos como Abrahán, que un día, acogiendo en su tienda a tres viajeros, encontró a Dios. Si podemos en verdad invocar a Dios llamándolo “Abbà – Papá”, es porque en nosotros habita el Espíritu Santo; es Él quien nos transforma en lo profundo y nos hace experimentar la alegría conmovedora de ser amados por Dios como verdaderos hijos. Todo el trabajo espiritual dentro de nosotros hacia Dios lo hace el Espíritu Santo, este don. Trabaja en nosotros para llevar adelante nuestra vida cristiana hacia el Padre, con Jesús.
El Catecismo, al respecto, dice: «Cada vez que en la oración nos dirigimos a Jesús, es el Espíritu Santo quien, con su gracia preveniente, nos atrae al camino de la oración. Puesto que Él nos enseña a orar recordándonos a Cristo, ¿cómo no dirigirnos también a él orando? Por eso, la Iglesia nos invita a implorar todos los días al Espíritu Santo, especialmente al comenzar y al terminar cualquier acción importante» (n. 2670).
Esta es la obra del Espíritu en nosotros. Él nos “recuerda” a Jesús y lo hace presente en nosotros —podemos decir que es nuestra memoria trinitaria, es la memoria de Dios en nosotros— y lo hace presente en Jesús, para que no se reduzca a un personaje del pasado: es decir, el Espíritu trae al presente a Jesús en nuestra conciencia. Si Cristo estuviera tan solo lejano en el tiempo, nosotros estaríamos solos y perdidos en el mundo. Sí, recordaremos a Jesús, allí, lejano, pero es el Espíritu que lo trae hoy, ahora, en este momento en nuestro corazón. Pero en el Espíritu todo es vivificado: a los cristianos de todo tiempo y lugar se les abre la posibilidad de encontrar a Cristo. Está abierta la posibilidad de encontrar a Cristo no solamente como un personaje histórico.
Es la experiencia que han vivido muchos orantes: hombres y mujeres que el Espíritu Santo ha formado según la “medida” de Cristo, en la misericordia, en el servicio, en la oración, en la catequesis… Es una gracia poder encontrar personas así: nos damos cuenta que en ellos late una vida diferente, su mirada ve “más allá”. No pensemos solo en los monjes, los eremitas; se encuentran también entre la gente común, gente que ha tejido una larga vida de diálogo con Dios, a veces de lucha interior, que purifica la fe. Estos testigos humildes han buscado a Dios en el Evangelio, en la Eucaristía recibida y adorada, en el rostro del hermano en dificultad, y custodian su presencia como un fuego secreto.
La primera tarea de los cristianos es precisamente mantener vivo este fuego, que Jesús ha traído a la tierra ¿y cuál es este fuego? Es el amor, el Amor de Dios, el Espíritu Santo. Sin el fuego del Espíritu las profecías se apagan, la tristeza suplanta la alegría, la costumbre sustituye al amor, el servicio se transforma en esclavitud. Viene a la mente la imagen de la lámpara encendida junto al tabernáculo, donde se conserva la Eucaristía.
Es por tanto el Espíritu quien escribe la historia de la Iglesia y del mundo. Nosotros somos páginas abiertas, disponibles a recibir su caligrafía. Y en cada uno de nosotros el Espíritu compone obras originales, porque no habrá nunca un cristiano completamente idéntico a otro. En el campo infinito de la santidad, el único Dios, Trinidad de Amor, hace florecer la variedad de los testigos: todos iguales por dignidad, pero también únicos en la belleza que el Espíritu ha querido que se irradiase en cada uno de aquellos que la misericordia de Dios ha hecho sus hijos. No lo olvidemos, el Espíritu está presente, está presente en nosotros. Escuchemos al Espíritu, llamemos al Espíritu —es el don, el regalo que Dios nos ha hecho— y digámosle: “Espíritu Santo, yo no sé cómo es tu rostro – no lo conocemos – pero sé que tú eres la fuerza, que tú eres la luz, que tú eres capaz de hacerme ir adelante y de enseñarme cómo rezar. Ven Espíritu Santo”. Una bonita oración esta: “Ven, Espíritu Santo”.
Papa Francisco 17/3/2021