Siempre Adelante ofrece durante esta semana, una serie de meditaciones sobre los personajes bíblicos que estuvieron junto a Jesús en su Pasión, Muerte y Resurrección.
Cada semblanza, vivencia y experiencia ha sido elaborada por distintos colaboradores que han querido, esta última semana de Cuaresma, compartir y acercar al lector no sólo a la oración contemplativa, sino también a la acción de gracias y a la petición, como camino cuaresmal que permita preparar el espíritu para vivir con mayor sensibilidad y disposición la Semana Santa que se avecina, muy distinta a años anteriores.
Se trata de profundos y hermosos textos que se pueden compartir en familia, en torno, inclusive, a la Palabra de Dios, con actitud de oración y reflexión, con el corazón y la mente abiertos a lo que Jesús quiere decir.
Aún recuerdo perfectamente aquel día. Acababa de llegar a Jerusalem, la capital, para pasar por séptimo año la Pascua Judía. Odiaba aquel territorio, lleno de fanáticos, tan alejado de Roma y tan distinto de los modos y costumbres de nuestro querido Imperio. Pero el César me había enviado allí para controlar una zona tan complicada como estratégica. Por allí pasaba la ruta comercial más importante del Imperio, la que conectaba con Oriente.
Aquel día, recién levantado, me advirtió mi centurión. Algo raro estaba pasando. De madrugada, los guardas del Sanedrín habían acudido al Huerto de Getsemaní, en el Monte de los Olivos, fuera de la ciudad, para prender a un loco que decía ser el Mesías. Otro más. Pero aún no había amanecido y dos representantes del Sanedrín, Caifás y Anás, se presentaron en Palacio para decirme que aquel órgano judío, en sesión plenaria, había decidido condenarlo a muerte. Me reclamaban, como máxima autoridad romana en la zona, que ratificara el veredicto y ordenara la ejecución para ese mismo día del detenido, ya que ellos no tenían potestad para sentenciar a muerte.
Me pareció extraño, muy extraño. Aquel profeta enseñaba a diario en el templo y podían haberlo detenido allí sin armar ningún escándalo. Sin embargo, habían acudido por la noche con guardas a prenderlo y, además, ya se había reunido el Sanedrín de madrugada y en plena Pascua, contraviniendo sus propios mandamientos.
No quise acceder a su petición. Apenas unos meses antes ya había tenido dos fuertes enfrentamientos con ellos. Primero, les reclamé un impuesto sobre el tesoro del Templo para poder construir un acueducto con el que dar de beber a mis soldados. Pero ellos elevaron una queja a Roma y tuve que desistir. Poco después, volvieron a quejarse cuando coloqué en las torres de Palacio los estandartes romanos para que supieran quién era la autoridad… y de nuevo el César les dio la razón con tal de no enfrentarse a ellos.
Ahora eran los judíos los que pedían mi ayuda para condenar a ese pobre loco y yo no estaba dispuesto a dársela. Sin embargo, en la discusión, volvieron a amenazarme con elevar una tercera queja ante Roma si no ejecutaba al profeta, esta vez por dejar que se autopoclamara Rey de los Judíos… Rey por encima del César.
Todo fue tomando tintes surrealistas. ¿Quién era aquel tipo que tanto preocupaba a los sacerdotes? Me explicaron que días antes había organizado una revuelta en el Templo tirando los puestos de los mercaderes y animando a no pagar los impuestos religiosos. También me contaron que el profeta venía de Nazareth, en Galilea, que había alcanzado gran fama con supuestos milagros. De hecho, apenas unos días antes había entrado en Jerusalem por la puerta Dorada del Templo subido en a lomos de un burro y aclamado por la multitud, que le recibió batiendo palmas a su paso.
En ese momento me di cuenta de que, al ser de Galilea, el detenido podíra ser juzgado por Herodes Antipa, el monarca local, que también se encontraba en Jerusalem en ese momento por la Pascua judía. Asío envié a su palacio para que lo juzgara e hiciera con él lo que quisiera.
Creí haberme librado del asunto pero todo fue a peor. Estaba amaneciendo. Recuerdo perfectamente oir el gallo como cada día, pero también una creciente multitud de gente que se agolpaba ante las puertas del Palacio amenazantes.
Herodes, tras divertirse un rato y reírse del profeta, lo dejó libre para no comprometerse y me lo mandó de nuevo, arrastrando aún a más gente con su comitiva. El centurión me lo dejó claro. El asunto se había complicado. Podía haber enfrentamientos en cualquier momento.
Se me ocurrió un segundo truco. Usar una vieja costumbre de liberar a un preso por la Pascua judía. Mandé sacar al patio al supuesto mesías y también al criminal más terrible que tuviéramos preso para que el pueblo eligiera entre ambos. Me trajeron a un peligroso asaltador de caravanas de comerciantes que, además, había matado a uno de nuestros soldados al ser detenido. Se llamaba Barrabás. Supuse que todos preferirían salvar al galileo.
Pero Caifás y el resto del Sanedrín empezaron a gritar como locos a favor del asesino y para que crucificara al profeta. El pueblo no tardó en seguirles. En pocos minutos, aquello se convirtió en un auténtico polvorín. No tuve otra elección que liberar a Barrabás. Creí que al menos aquello aplacaría los ánimos. Pero apenas duró unos minutos. La multitud volvió a la carga pidiendo la cruxificción.
Además, tuve que escuchar los reproches de mi centurión, que también se enfrentó a mí por haber dejado libre al asesino de un soldado romano. Junto a ello, me advirtió de un grave problema: no tenía hombres suficientes para aplacar aquella revuelta, ya que contaba solo con 60 soldados en Palacio. Ante eso, me recomendó entregar al profeta y olvidarnos de todo aquello. Pero yo no quería. Si dejaba que los judíos me dijeran a quien ejecutar, lo siguiente que harían sería dictar ellos mismos las leyes. Me encontraba entre la espada y la pared.
Tomé entonces una decisión salomónica: castigar al condenado y después dejarlo libre. No querían sangre, pues la tendrían. Ordené que fuera azotado en público pero sin matarlo. El espectáculo fue dantesco. Los soldados se ensañaron con él mientras la multitud enloquecía salpicada por la sangre.
Fue entonces cuando mi mujer, Claudia Prócula, llegó llorando y suplicando que lo dejara libre. Me dijo que era el hombre de sus sueños, unas visiones terribles que la atormentaban desde hacía semanas cada noche. “Fue condenado en tiempos de Poncio Pilato, padeció y fue sepultado. Fue condenado en tiempos de Poncio Pilato, padeció y fue sepultado…” me repetía.
Desesperado, quise hablar con el detenido, llamado Jesús. Pero apenas me dirigió la palabra. Pese a estar destrozado por los latigazos, me miró majestuoso y comprensivo, me dijo que su reino no era de este mundo y que venía a dar testimonio de la verdad… “¿Y qué es la verdad?”.
No encontraba nada en él que lo hiciera reo de muerte. Pero la multitud volvió a levantarse. Los soldados no podían contenerla. Aquello amenazaba convertirse en una revuelta de fanáticos. Tenía que elegir entre la vida del profeta o una rebelión del pueblo judío contra Roma. No quise condenarlo pero tampoco pude liberarlo. Simplemente… lo entregué, y me lavé las manos de su muerte públicamente.
No tardaron en atarlo a un madero y llevárselo entre el delirio de la multitud. Escuchaba al griterío alejarse por las callejuelas de Jerusalem camino del Gólgota mientras en Palacio quedaba un silencio estremecedor, sólo roto por los sollozos de Claudia.
Apenas un par de horas después, un fuerte terremoto y una gran tormenta azotaron Jerusalem. Desde Palacio pude ver cómo lo sufrió especialmente el Templo, que nunca más volvió a ser igual. Tampoco mi vida. Todos me señalaron. Y sigue martilleando en mi cabeza aquella premonición: “Fue crucificado en tiempos de Poncio Pilato, padeció y fue sepultado”.
Texto: José Luis Losa
Locución: Fernando Fabiani