Lectura del santo evangelio según san Juan (3,16-21):
TANTO amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna.
Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.
El que cree en él no será juzgado; el que no cree ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Unigénito de Dios.
Este es el juicio: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra el mal detesta la luz, y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras.
En cambio, el que obra la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios.
Comentario
Tanto amó Dios al mundo
Hubo un tiempo, treinta años atrás o así, que la notación escueta de ese versículo (Jn 3, 16) se mostraba en una pancarta en todos los campos de fútbol del Mundial de 1986, por ejemplo. Aquel reclamo lacónico en el graderío abigarrado donde las hinchadas animaban a sus ídolos deportivos ponía el contrapunto a un espectáculo tan mundano como el deporte. Hoy como ayer cabe preguntarse por qué precisamente ese pasaje y no otro. La respuesta está en la propia Escritura: «Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca». Es la más genuina afirmación del «kerygma», el primer anuncio: el amor de Dios por los hombres es inmenso, incondicional y anterior a cualquier acto de éstos en reciprocidad hacia su Creador. El amor de Dios antecede a todo lo demás, porque la misma Creación es un acto de amor y la Encarnación del Hijo de Dios es la amorosa solución del Padre para salvación del mundo. En Jn 3, 16 está la esencia misma del Evangelio y la doctrina cristiana, a saber, que en el origen de todo está el amor de Dios. Recuérdalo cuando las cosas te vayan mal y también cuando te vayan bien: Dios te amó primero.