Si pienso en lo que hace un ser humano muy a menudo, casi diría yo que, constantemente, lo que hace es migrar. Migrar de sus pensamientos a sus acciones, de su memoria al anhelo, de su deseo a su compromiso, de su dolor a su esperanza. Migrar, incluso, de una tierra a otra, con eso mismo, pensamientos, anhelos, deseos, dolor y esperanza.
Lo que dejan en mí tantos migrantes con los que tengo la oportunidad de convivir es una experiencia de humanidad profunda. La mayoría de ellos son subsaharianos, pero también he conocido muchos magrebíes y familias centroamericanas. Han compartido conmigo sus historias, sus gustos, sus costumbres y también sus sueños, sobre todo sus sueños. Inevitablemente al hacerme la pregunta de por qué sus mundos se estrechan al emprender un viaje y tienen que pasar por el maltrato, las complicaciones legales, el abuso, la indiferencia generalizada e incluso la muerte, me pregunto y me cuestiono qué puedo hacer yo para crear respuestas y vías dignas para que las personas migren.
Antes de todo activismo viene la conversión. Es el paso más difícil, el del salto a la conciencia, pero sin él no hay vida comprometida y no hay respuestas llenas de justicia para ellos. Es por esto, que, si tuviera que lanzar un consejo o una enseñanza, la primera que diría sería la conversión.
En la medida en que reconozcamos la humanidad en ellos, y con ello, la fraternidad, comprenderemos que no están tan locos, sino que, sencillamente emprenden su ruta hacia la libertad y la conquista de su proyecto, una sencilla vida en dignidad.
Elisa Barbero