Os proponemos un itinerario espiritual por los cuadros que Bartolomé Esteban Murillo pintó para la iglesia de San Jorge de la hermandad de la Santa Caridad, de la mano del periodista Javier Rubio.
En el cuarto centenario de su nacimiento, peregrinaremos de palabra por sus lienzos y lo que significan, como una catequesis itinerante en torno a las siete obras corporales de misericordia que la hermandad quiso que vistieran las paredes del templo como las páginas de un catecismo abierto a todo el mundo.
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Multiplicación de los panes y los peces (Murillo, 1671)
“Él les contestó: ‘Dadles vosotros de comer'» (Lc9, 13)
Les diste pan del cielo que contiene en sí todos los deleites. Pan del cielo. Pan de vida.
Creció el trigo con el sol de junio dorando las espigas. Lo segaron las cuadrillas agachadas con ristras de ajos por la cabeza y sombreros de paja para evitar el sofocante calor del verano. Agavilladas las espigas, las llevaron en el carro tirado por la fuerza bruta de los bueyes a la era donde los dientes del trillo descerrajaron la cárcel vegetal en que se encerraba el tesoro que despaciosamente había germinado.
Pasó el sembrador y una parte de la semilla cayó en el camino y la picotearon los pájaros; otra parte cayó entre abrojos y las zarzas ahogaron la plantita; sólo una mínima cantidad cayó sobre el almorrón y dio fruto. Hasta ciento por uno. El pan de los hombres lleva en sí el sacrificio y la entrega de cuantos lo han hecho posible. Por eso sabemos lo que cuesta ganarlo. Por eso la muchedumbre espera sentada que la alimenten. “Comerás el pan con sudor de tu frente”.
Fíjate en la mujer de la derecha. Abajo, en el borde inferior del cuadro que Murillo pintó para la Caridad como primera obra corporal de misericordia: dar de comer al hambriento. Lleva un turbante de lienzo en la cabeza, tendrá el pelo recogido en un rodete y parece que tiene la boca sumida, probablemente porque le falten dientes, como era habitual en la época. Apoya la cabeza en la mano derecha de la forma más paciente del mundo. Le han ordenado sentarse y se ha sentado. Le han ordenado esperar y eso hace. La mira el bebé en brazos de su madre y ella lo ignora. A su espalda, un pastor inclinado sobre el cayado charla en animosa conversación con alguien, ajenos a todo lo demás.
Primer plano
La vieja del pan lo mismo la podríamos haber contemplado friendo huevos (más bien pochando), en el conocido cuadro de Velázquez. Pero no. Aquí está inmóvil, impertérrita, inexpresiva. Paciente. Espera que le repartan el pan. Murillo quiere que nos fijemos en ella. Por eso la sitúa de perfil lo más cerca posible del espectador: es el extremo más cercano al presbiterio. Quiere que nos fijemos bien en ella. Porque seguro que la conocemos, porque seguro que le encontramos parecido con alguien que conocemos. Una tía del pueblo, la suegra de un amigo, la madre de un vecino… Y a su lado, un bebé que intuimos inquieto, marineando por el costado de la madre arriba y abajo con los pies por encima de la cadera, dando guerra. También tiene hambre. Y quiere comer. Lo mismo que su madre, con el rostro vuelto hacia donde se está produciendo la escena principal.
Todos tienen hambre. Tú también tienes hambre. Aunque hayas merendado tan ricamente. Aunque el médico te haya puesto a dieta por sobrepeso. Aunque te sobren unos cuantos kilos. Tienes hambre, pero no del pan de los hombres. Sino del pan del cielo, que contiene en sí todos los deleites. Eso es otra cosa. Cae del cielo. Sin esfuerzo. Sin fatigas ni sudores. Sin arar la tierra, sin implorar la lluvia, sin separar la cizaña, sin cosechar a hoz, sin aventar el grano, sin moler la harina, sin formar la masa, sin encender el horno. Es un regalo que hace Dios a los hombres.
El maná del desierto
Durante cuarenta años, el pueblo elegido sació su hambre con el pan del cielo que llovía cada noche. Al alba lo recogían, ni más ni menos que el que a cada uno le cabía. Cada día tenían su ración. Si acaparaban, se corrompía. Seis días lo recogían cada mañana y al séptimo descansaban. Salían a recogerlo en grupo. Como están sentados en el impresionante lienzo de la Caridad: más de cinco metros de tela pintada que la codicia francesa desechó rapiñar precisamente por su descomunal tamaño. “A tu pueblo, en cambio, lo alimentaste con manjar de ángeles, y les mandaste desde el cielo un pan preparado sin esfuerzo, lleno de toda delicia y grato a cualquier gusto. Este sustento revelaba a tus hijos tu dulzura, pues se adaptaba al gusto de quien lo tomaba y se convertía en lo que cada uno quería” (Sab 16, 20-21).
Dios es providente y se preocupa de que cada jornada nos alcance nuestro pan de cada día. Sin acaparadores. Sin que nadie lo tenga que comer solo. Murillo logra este efecto disponiendo en sucesivos planos grupos de personajes secundarios, como figurantes de una película en que hay movimiento de masas, hasta donde alcanza el horizonte. Ya lo había ensayado con anterioridad en otra obra suya que cuelga en Santa María de las Nieves: “El patricio revela su sueño al papa Liberio”. También en ese lienzo, hacia 1665, se agolpa a la izquierda del cuadro el gentío: más de cinco mil hombres, sin contar mujeres ni niños. Por eso pone en primer plano justo a la madre con su chavalillo y la anciana desdentada.
Herrera el Viejo y Murillo
La composición es deudora de otra interpretación del mismo milagro que llevó a cabo Francisco Herrera el Viejo a principios del siglo XVII y que ahora cuelga en la Academia de Bellas Artes de San Fernando en Madrid. Murillo seguro que la conocía, probablemente porque el propio Miguel Mañara se la habría propuesto quizá como inspiración para el colosal óleo que cuelga de la nave de la epístola (izquierda mirando de los pies al altar) de la Caridad.
En ambas obras pictóricas están los apóstoles arracimados la izquierda del cuadro en torno a la figura central de Cristo mientras la zona derecha la ocupa la multitud en sucesivas bancadas siguiendo las curvas de nivel de la ladera. También el apóstol del manto amarillo aparece en ambos cuadros de la escuela sevillana, motivo evidente de que Murillo retomó la escena donde la había dejado su predecesor. Pero lo que en Herrera el Viejo es hieratismo e idealización, en Murillo se ha trocado en naturalidad y espontaneidad. Más que un signo evangélico, nos está proponiendo una escena campestre, una jira festiva y despreocupada.
Compadecido de la multitud
El pueblo se había congregado esperando a Jesús. Lo esperaban. Jesús se había retirado a orillas del mar de Galilea después de la ejecución del Bautista. Necesitaba retirarse. Es humano. Le había dolido la muerte de Juan, el que lo había bautizado aunque no fuera digno de atarle las sandalias. Necesitaba reposo, por eso se aparta. Pero el gentío estaba allí y la tarde declinaba. ¿Habría que despedirlos en ayunas sin nada que comer?
Jesús se compadece de esa multitud que lo sigue. Los apóstoles se dan cuenta y humanamente se plantean una solución. Es lo primero que se nos pasa por la mente. Imagina la escena: el cuchicheo de los discípulos comentando entre ellos cómo disponerlo todo para alimentar a los reunidos. Murillo los coloca a contraluz, marca de la casa. En cuanto cayeran en la cuenta, empezarían a preguntar de grupo en grupo si alguien tenía comida. A la izquierda los vemos discutiendo la solución entre ellos. Están los doce en torno a Jesús. Haciendo cálculos, con el corazón encogido por la carga que representa toda aquella gente que espera una solución, planteándose una salida. Exactamente como haríamos tú y yo.
Jesús es la solución
¿Dónde está la solución? La solución, ahora lo sabemos, está en Jesús. Él va a resolver la situación. Un escollo de más de cinco mil personas hambrientas sin contar mujeres ni niños. Seguro que te estás imaginando los sudores fríos de Felipe, el apóstol, cuando Jesús le pregunta “para probarlo”, porque de más sabía cómo iba a acabar todo este asunto: “¿Con qué compraremos panes para que coman estos?”.
Y el apuro de su respuesta, tan alicorta como las que podamos dar tú y yo: con doscientos denarios no hay suficiente. Eso era una cantidad astronómica: la traición de Judas, recuérdalo, se ajusta en treinta monedas de plata, que era la ley en la que se acuñaba el denario. Equivalía a diez ases, que era asimilable al precio de una pieza de pan. Doscientos denarios darías pues para dos mil bollos pero ni con eso cabrían a algo más que un mendrugo por cabeza. El denario -el salario de un día, aproximadamente- equivaldría hoy a unos 6,60 euros.
Murillo cobró por este cuadro 13.300 reales de vellón, algo así como 3.325 pesetas, el equivalente a 20 euros en moneda constante. Deja volar tu imaginación y siéntete inmensamente rico: con lo que llevas en la cartera ahora mismo habrías pagado el lienzo majestuoso con el que la rapiña del mariscal Soult no pudo arramblar. Y con la paga del mes habrías resuelto el apuro en la orilla del Tiberiades. Pero los apóstoles no tenían entonces cartera ni cuenta corriente: Jesús, cuando los envía en parejas, les prohíbe llevar encima túnica de repuesto, ni dinero en la faja, ni siquiera zurrón.
En medio del atolladero, Andrés le echa una mano a Felipe. Si no tenemos dinero para comprarlo, apelemos a la caridad. Hoy diríamos a la solidaridad. La explicación racionalista de este signo de la multiplicación de los panes y los peces atiende precisamente al reparto, a cómo la actitud generosa de compartir lo poco que cada uno tiene desata una corriente contagiosa que acaba superando las estrecheces colectivas. Si ese niño no hubiera aportado los cinco panes y los dos peces que presenta, nadie hubiera comido aquel día. Su gesto desencadenó la verdadera y genuina solución del problema.
Buscando una solución
Porque todas las soluciones que se nos hubieran ocurrido habrían sido vanas. Alguien habría propuesto hacer magia, prestidigitación para entretener a los que iban a quedarse sin comer: engaño del estómago con el embeleco de los sentidos. O alinear las energías positivas de la mente para crear la sugestión colectiva de la pitanza. Pero sin probar bocado, claro. O decretar una jornada de ayuno obligatorio por mandato del Gobierno o una huelga de hambre revolucionaria en apoyo de la oposición.
Lo que fuera, pero comer no iba a comer nadie allí. Reconozcámoslo: cualquier solución que hubiéramos adoptado no habría satisfecho a la multitud. Porque ninguna es integral, radical ni definitiva. De hecho, eso es lo que nos pasa en nuestros días: que nada contenta a todo el mundo. Las soluciones que tenemos a mano en nuestra vida no nos satisfacen ni a nosotros mismos.
Estamos inapetentes porque ya no nos sacia el hambre nada y quedamos insatisfechos aunque tengamos el estómago lleno y la alacena repleta y no nos falte de nada. Porque no es de esa hambre material de la que estamos hablando. No es de pan de los hombres de lo que estamos faltos sino de pan del cielo, de la Palabra que llena.
Volvamos al cuadro. Como en el texto evangélico, la gente aguarda pacientemente. No hay rastro de inquietud en esos personajes secundarios, ni un conato de algarada, ni una turba amotinada exigiendo su pan como le aconteció a Moisés en el desierto. Le reprochaban que los hubiera rescatado de Egipto para dejarlos perecer en medio del desierto. Hombres de poca fe. Mejor no imaginar qué sucedería en nuestros días con una muchedumbre hambrienta aguardando un reparto de comida. Siempre recuerdo el relato que mi padre hacía de los camiones del Socorro Rojo y luego Auxilio Social repartiendo pan por las calles de Huelva antes y después que los caballos del Apocalipsis desbocados asolaran la geografía patria. Pero en el cuadro nadie parece inmutarse. ¿Por qué?
Quizá, como me pasó a mí, has pasado por alto lo primero que dice Jesús en el relato joánico después de comunicarle que todo cuanto tienen son cinco panes y dos peces: “Decid a la gente que se siente en el suelo”. Y el evangelista añade otro detalle en apariencia irrelevante: “Había mucha hierba en aquel sitio”.
Murillo lo expresa de modo magistral: la gente está cómodamente instalada, recostada como era entonces la costumbre para comer. Y con hierba abundante donde echarse. Seguro que ya se te ha venido a la mente el salmo 23: “El Señor es mi pastor, nada me falta, en verdes praderas me hace recostar, me conduce hacia fuentes tranquilas”. Sí, aquí está el pastor procurando el alimento para su rebaño, echada en una pradera verde de alta y fresca hierba, la grey que ansía el sustento cotidiano que toma de su mano generosa. Empezando por la generosidad del muchacho, dispuesto a compartir lo que tiene a mano.
El chiquillo churretoso
Murillo le dedica al muchacho la misma mirada compasiva que hemos visto en otros cuadros. Ocupa el espacio central de la composición, compensando las masas de la izquierda con el punto de fuga del horizonte de la derecha. Diríamos que la figura del muchacho es la bisagra sobre la que se articulan las dos mitades del cuadro: la mediación prodigiosa de Cristo y el rebaño hambriento en la tierra feraz. Descubrimos en esos pies churretosos la imagen de la sencillez de quien ofrece lo que tiene a mano para saciar al prójimo.
Es un chiquillo rubicundo que está entregando los dos pescados. Ha confiado en Jesús porque se lo han pedido sus apóstoles y ahí está dando cuanto tiene, poniendo sus dones al servicio de los demás, no importa para lo que den y para lo que sirvan. ¿Tú también los entregas, sean muchos o pocos tus panes y tus peces, o te los reservas para ti? Te dejo pensarlo un ratito.
Parecen sábalos por lo plateados que se ven los lomos y la aleta caudal redondeada. En la Sevilla de los tiempos de Murillo, no había manera de comer otro pescado que no fuera de río porque el viaje de la costa a la capital corrompía los frutos del mar. Los sollos, los esturiones, son de mayor tamaño y las truchas viven en ríos de agua limpia y fría. Tienen pinta de sábalos, que remontaban el Guadalquivir para desovar. Aquí están los dos peces con los que va a comenzar el reparto. El chavalillo los trae en una cesta sabalera que se confeccionaban trenzando mimbres en el mercado de la calle Feria.
Es tentadora esta idea, ¿verdad? Porque supone que Felipe y Andrés, tú y yo, podemos conseguir lo que nos proponemos. Y que todo está al alcance de nuestros buenos propósitos, ¿no es así? Si cada uno aporta lo poco que tiene, al final tendremos mucho. La fortaleza del grupo, la seguridad que aporta la cohesión, la certidumbre de que los propios planes bastan para salir adelante.
Jesús da gracias a Dios
Pero esa explicación racionalista nos hurta gran parte de la enseñanza del cuadro y del pasaje evangélico que lo motiva. Jesús, nimbado con aureola, ha tomado los panes en su regazo. Se los está pasando Felipe, con idénticos colores iconográficos del evangelista Juan. Son hogazas de pan candeal, conviene no confundir con el canto de medio, que es tan hispalense como la rosca. El pan blanco, originario de Valladolid, se había extendido desde mediados del siglo XVI por Andalucía, donde era notable la abundancia del trigo. Citaré como fuente de autoridad al mismísimo Fénix de los Ingenios: “Pan de Gandul de mi vida / roscas de Utrera del cielo”.
Es pan de miga prieta como nuestro bollo sevillano. No de flama. Ni de cebada como reza el Evangelio: el pan de cebada era el que comían los pobres, más barato y más basto. Así era en sus orígenes la hogaza, el “pan de harina mal cernida, propio de gañanes y pastores que lo amasaban y cocían entre la ceniza”. Luego, el término quedó fijado para panes blancos de más de dos libras (870 gramos) como los que presenta Murillo.
Y con la mano derecha se atisba el inicio de una bendición mientras tiene los ojos levantados al cielo: “Jesús tomó los panes, dijo la acción de gracias y los repartió”. O sea, que antes de multiplicarlos, los dividió. Antes de la comunión, en la misa, el oficiante parte la hostia consagrada. La fracción del pan -dividir el Cuerpo de Cristo- es anterior a la comunión. No es álgebra de lo que te estoy hablando, sino de caridad. De tanto amor por los que nada tienen que se hace preciso que los que tenemos mucho lo dividamos.
La multiplicación de los panes y los peces es un signo del cielo. Al pueblo israelita lo sostuvo Yahvé en el desierto alimentándolo con el maná y ahora, al pueblo seguidor de Cristo, Dios lo vuelve a sostener con un pan de balde, como profetizaba el profeta Isaías: “¿Por qué gastar dinero en lo que no alimenta y el salario en lo que no da hartura? Escuchadme atentos y comeréis bien, saborearéis platos sabrosos”.
El pan de vida
De modo que los cinco panes y dos peces dan de sí para que se sacie aquel gentío. Tanto que sobra. Al principio, son cinco los panes como cinco son los libros del Pentateuco, la ley mosaica que guiaba al pueblo elegido de Israel. Al final, “llenaron doce canastos con los pedazos” como doce son los apóstoles elegidos para llevar la Buena Noticia. No están puestos ahí esos números al tuntún.
Fueron los apóstoles los encargados del reparto. A Jesús no le hubiera costado nada -hecho lo más difícil, como es multiplicar el sustento- que cada grupo hubiera dispuesto de pan y pescado al minuto, pero encarga a los apóstoles que lo repartan: “Dadles vosotros de comer”. El primer encargo a su Iglesia: ejercer la caridad. Sin preguntar de dónde venían ni a qué, ni por qué seguían al Maestro. Si estaban allí, sentados, se habían hecho acreedores a participar en el festín, prefiguración del banquete eucarístico en el que a nadie se le exigen credenciales ni se le pregunta por sus motivaciones: ven y verás. Se comparte lo que se tiene.
El Papa Francisco lo tiene dicho: “Nosotros tenemos que ir a la eucaristía con estos sentimientos de Jesús, es decir, la compasión y la voluntad de compartir. Quien va a la eucaristía sin tener compasión hacia los necesitados y sin compartir, no está bien con Jesús”. Alto y claro. De manera que somos sus seguidores, discípulos de Cristo, los encargados de continuar repartiendo el pan a los pobres. Y hay tantos pobres… La tentación es pensar que sólo precisan de sustento material.
La tentación, como le sucedió a los apóstoles Felipe y Andrés, es pensar que nos bastamos para encontrar la solución, que somos capaces de dar de comer a cinco mil o de acabar con el hambre en el mundo si nos lo proponemos. “No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”, respondió Jesús al Maligno Enemigo que lo tentaba. También nosotros tenemos que repetirlo. Sin una conversión verdadera que nos vuelva hacia Dios, todo se nos queda en buenas intenciones. El cielo está empedrado con ellas.
Banquete eucarístico
Te dije antes que este cuadro y su pareja -“Moisés haciendo manar el agua de la roca de Horeb”, del que te hablaré otro día- son los que están más cerca del presbiterio. Que es tanto como decir del altar. No el de ahora, sino el original, bajo el sagrario, adosado al altar de cuando la misa se celebraba no de espaldas al pueblo, sino de cara a Dios.
Porque el cuadro y la enseñanza de la obra de misericordia que encierra y la escena evangélica que la ilustran hacen referencia a la eucaristía, el culmen de la vida cristiana, la fuente nutricia de la que vive el espíritu con Cristo presente de manera real, efectiva y total en cuerpo, alma y divinidad. El evangelista Juan coloca el pasaje de la multiplicación de los panes y los peces inmediatamente antes del discurso en Cafarnaún del pan de vida: “Yo soy el pan de la vida. Vuestros padres comieron en el desierto el maná y murieron; este es el pan que baja del cielo, para que el hombre coma de él y no muera. Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne por la vida del mundo”.
Jesús es la solución. Y todos estamos invitados a participar de ese banquete con el pan vivo que ha bajado del cielo. Quizás te veas a ti mismo en el grupo de la derecha: dejemos de lado la vieja desdentada que no parece muy apropiada para establecer comparaciones, pero la madre con el niño a cuestas, el hombre recostado sobre el cayado, el muchacho paciente, a esos sí que no nos importaría parecernos… En cualquiera de ellos te ves, pero donde realmente estás es en el grupo de la izquierda. Si compartes el pan de Cristo, el que Dios Padre ha dispuesto para que coman sus criaturas, te corresponde a ti repartirlo.
Dice la exhortación postsinodal “Sacramentum caritatis”: “Pensando en la multiplicación de los panes y los peces, hemos de reconocer que Cristo sigue exhortando también hoy a sus discípulos a comprometerse en primera persona: «Dadles vosotros de comer» (Mt 14,16). En verdad, la vocación de cada uno de nosotros consiste en ser, junto con Jesús, pan partido para la vida del mundo”.
Pan partido para los demás. Pan repartido para el prójimo. Pan triturado como decía San Ignacio de Antioquía con el que quiero terminar hoy allí mismo donde empecé, en el molino de la vida donde la espiga se hace harina: “Soy trigoristo y quiero ser molido por los dientes de las fieras para convertirme en pan sabroso a mi Señor Jesucristo”.
Oración final
Señor Jesucristo, Pan Vivo bajado del Cielo, danos diligencia para alimentar a los hambrientos y danos hambre del Sacramento de tu Cuerpo y tu Sangre, sacrificio y presencia, prenda de la Gloria futura. Concédenos la gracia de amarte, desearte, adorarte y recibirte en el Santísimo Sacramento del Altar, y que el don de tu sacramento aumente en nosotros la virtud de la cardad.
Por nuestro señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos. Amén