Nicodemo camina cabizbajo. Le puede la pesadumbre más que los pies del Maestro. El los va sosteniendo desde el Gólgota hasta el sepulcro de José de Arimatea. Va en cabeza del exiguo grupo de dieciocho personas que acuden a enterrar a Jesús, el Nazareno. Quién se lo iba a decir a él, un fariseo de buena posición, bien considerado y respetuoso de la Ley y los preceptos, que iba a verse así.
Mientras conduce el cuerpo inerte del que llamaban profeta, cavila y cavila: “¿Cómo he acabado aquí?, ¿llevando los pies del Rabbí en quién había puesto mi confianza? ¿Dónde están ahora sus discípulos, que lo seguían a todas partes? Ellos se han escabullido, claro, son más listos de lo que parece y aquí está el idiota de Nicodemo haciendo de sepulturero del galileo. Cuántas veces me lo dijo mi mujer, que al final me quedaría solo como un bobo cuando le echaran mano. Y tanto que le echaron mano, ¡lo han matado con el horrible tormento de la cruz!
Cómo pesaba su cuerpo inerte cuando lo hemos bajado del madero. Ahora hace frío y todo es tenebroso. Como la noche en que hablé con él la primera vez. Yo lo conocía de oídas, había alborotado la Galilea y su fama le precedió en Jerusalén. Todos esos amhaares, esa gente baja que lo seguía y que hubiera dado un brazo por estar junto al Rabbí, ¿dónde se fueron?” Nicodemo recuerda aquella noche, la noche del encuentro con el que vive. “Muchas veces después he recordado tus palabras, Jesús. Me dijiste aquella vez: ‘El viento sopla donde quiere y oyes su ruido, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va’. Yo esperaba que ese viento del que me hablaste la primera vez soplara hoy hasta desencajar los altos cedros, hasta hacer saltar al Líbano como un novillo, al Sarión como una cría de búfalo, hasta arrancar de cuajo ese árbol infame de la cruz en que te has subido, pero nada de eso ha pasado”.
A aquel hombre que tiene su vida establecida, celoso de su fe que es la fe de sus padres y la fe de sus abuelos, la fe de Abrahán, la fe de Isaac y la fe de Jacob, le asaltaron las dudas aquella noche. De Nicodemo podemos decir que fue el primer catecúmeno, porque fue a
buscar a Jesús. A los discípulos los eligió el Señor, pero Nicodemo, curioso, inquieto, embozado, sale de noche a buscar al Maestro del que tanto había oído hablar. El novelista polaco Jan Dobraczynski, en su obra “Cartas de Nicodemo”, fantasea con que este santo varón acudió a Jesús en busca de un remedio para la enfermedad de su mujer.
Lo mismo que ahora tantos buscan consuelo o amparo ante la epidemia. Nicodemo sale al encuentro del Señor y se la juega. Tiene más que perder que ganar. ¿Un fariseo entrando a hurtadillas en la casa donde se hospeda esa panda de montañeses desarrapados? Nada
bueno puede salir de ahí, habría pensado su mujer de saberlo. Nicodemo se la juega. Porque seguir a Jesús supone poner en juego lo que tiene o lo que
puede lograr si se mantiene del lado de quienes dictan quién es un buen judío. Pero él ve más allá: “Rabbí, sabemos que has venido de parte de Dios, como maestro; porque nadie puede hacer los signos que tú haces si Dios no está con él”. Le han impresionado los signos, esos milagros de los que se hacen lenguas y que él quiere reclamar no para sí, sino para su mujer, gravemente enferma. Si el Galileo ha curado a tanta gente, ¿por qué no iba a hacerlo con ella? ¿Es que Yahvé no se conmueve con los dolores incurables de su esposa? Pero Jesús no le habla de milagros, ni de curaciones extraordinarias. Le plantea a Nicodemo algo que le parece imposible: nacer de nuevo. “¿Cómo puede nacer un hombre siendo viejo? ¿Acaso puede por segunda vez entrar en el seno de su madre y nacer?”
El Rabbí hablaba de forma incomprensible. Camino del calvario, recordando aquella primera ocasión en que cruzó palabra con el Maestro Jesús de Nazaret, a Nicodemo se le viene a la mente aquella adivinanza que le habían enseñado de chico: ¿quién fue aquel que sin culpa murió de una madre que no nació y en el vientre de su abuela sepultura se le dio? Ahora, aquel al que llamaban Hijo del hombre lo llevan a darle sepultura en el seno de esa abuela que es la tierra con la que Dios formó al primer hombre. Nicodemo cae en la cuenta.
Jesús va derecho al seno de su madre, vuelve al polvo del que nació Adán. Una línea continua anuda en cada extremo a Adán y a Jesús.
Y comprende lo que le dijo la primera noche: “Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna”. Vida eterna. Vida después de la vida, vida que vence a la muerte, vida que salta a la otra vida. Vida. Nicodemo pronuncia la palabra con delectación, deteniéndose en cada sílaba, haciéndolas suyas. ¿Viviría su mujer?, ¿salvaría la vida?, ¿quién decidirá en el último momento? Y ahora, camino del sepulcro, la procesión discurre en silencio. Nicodemo duda, ¿no están las dudas al principio de ese otro camino escondido que es la fe?, ¿quién puede vivir su fe sin vacilar?, ¿pudo Simón Pedro, que salió huyendo en cuanto lo delataron?, ¿pudo Judas
de Karioth el que lo entregó? La duda no le abandonó nunca. Pero creyó en la palabra de aquel Maestro que le había transmitido paz, que le había descubierto el secreto del Padre: “Porque tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que
tenga vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.
El que cree en él no será juzgado; el que no cree ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Unigénito de Dios. Este es el juicio: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras son malas”. Pero en este preciso instante, todo son tinieblas. La comitiva fúnebre casi ha llegado a la tumba donde van a depositar el cuerpo exangüe del Maestro. ¿Dónde se habrá ido la luz?
Se hace imposible descubrir el camino cuando no hay luz, como ahora, en esta hora triste antes de que caiga el sábado como caerá la losa del sepulcro, la losa de todos los pecados de la humanidad que sepulta al Hijo del hombre. Nicodemo llora compungido, ya ni siquiera le consuela el recuerdo de la hermosa intimidad que llegó a tener con el Maestro, las muchas charlas en que fue aprendiendo a vivir conforme a la voluntad del Padre. La misma que ahora le empuja a llevar a Jesús muerto, la misma que lo empujó a bajarlo dulcemente de la cruz, a pasar su brazo laxo sobre sus hombros, cargando su peso muerto. Nicodemo llora, pero confía en que todo no haya sido en vano. Dentro de él, una pequeña luz se abre paso como una antorcha que ilumina el sendero, como aquella Palabra que fue lámpara para sus pasos el día que lo conoció, cuando se encontró cara a cara con la Verdad: “El que obra la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios”. Aquí está su obra, su humilde obra de sepulturero, de haber descendido de la cruz a su querido Maestro. Todos sus discípulos -menos el amado- se han esfumado, pero él sigue allí, delante de la tumba cuando ya han preparado el cuerpo a la espera de amortajarlo al día siguiente. Nicodemo está de pie incluso después de que hayan corrido la piedra. De pie. Esperando un milagro. El milagro que salve a su mujer. No sabe que la voluntad de Dios va a obrar el milagro. ¿Cuál? El milagro de nacer de nuevo del agua y del espíritu.
Javier Rubio