Me gustaría contextualizar este relato de mi experiencia en el Congreso Nacional de Laicos retrotrayéndome a hace unos años, cuando nuestro Delegado de HH y CC, Marcelino Manzano, me propuso formar parte del Consejo Pastoral como representante de las hermandades de Sevilla capital. Confieso que mi primera reacción, entonces, fue de cierta reluctancia, fruto tanto del desconocimiento sobre en qué consistía aquello y que pudiera aportar uno, como de cierta prevención a asumir más compromisos de los que la hermandad ya sumaba a las obligaciones familiares y laborales.
Con la perspectiva de la experiencia, puedo decir y así lo repito cuando tengo oportunidad, que me siento enormemente agradecido de haber podido conocer, gracias a aquella invitación, la rica realidad de nuestra iglesia diocesana, con sus múltiples carismas y movimientos, algunos para mí previamente desconocidos por completo. O la mejor comprensión de aquellas otras como las mismas parroquias, más allá de la de cada uno, cuando se ponen en común experiencias, oportunidades aprovechadas y reveses sufridos, dificultades encontradas en la puesta en marcha de iniciativas, etc.. También la oportunidad de, humildemente, tratar de trasladar la realidad de nuestras hermandades despojándola de algunos prejuicios con que a veces se las mira. Creo no descubrir nada si menciono dos notas habituales en este contexto. De una parte, la queja de las cofradías, con mayor o menor fundamento -yo mismo participo a veces de la misma- sobre la falta de comprensión de su compleja realidad desde otros ámbitos o perspectivas eclesiales, y su tratamiento como una religiosidad, por así decirlo, de segunda clase. De otra, en el lado contrario, es común una cierta displicencia en la mirada cofrade a esas otras realidades eclesiales, desde una infundada superioridad motivada por su mayor capacidad de convocatoria, como si fuera el número el único factor de legitimación. Esto último, llevado a su grado extremo, produce incluso un absurdo desdoble identitario, en el que deja de percibirse el que el ser cofrades no es más que un carisma específico de la vocación laical y, por tanto, cuando la iglesia llama a la mayor participación y protagonismo de los laicos en la evangelización, las cofradías no se sienten particularmente concernidas. Recuerdo que quien durante varias décadas fuera el Director Espiritual de nuestra Hermandad del Gran Poder, Monseñor Camilo Olivares, solía repetir el que las cofradías son cosa eminentemente de laicos. Y no faltaba quien, al oírlo, murmuraba, “de laicos no, D. Camilo, de cofrades”. Como si fueran realidades no solo distintas, sino excluyentes.
Esta auto consideración por las cofradías, y los cofrades, como algo ajeno al laicado es, al margen de una contradicción terminológica, uno de los obstáculos recurrentes que impiden, además, la transmisión capilar a ese gran número de personas que forman parte de las cofradías, de la conciencia del laicado como actor fundamental en la iglesia del siglo XXI. Las cofradías ni pueden ni deben ser un mundo aparte, desconectado del resto de realidades que integran nuestra iglesia diocesana.
En este sentido, el Congreso Nacional de Laicos ha supuesto una hermosísima oportunidad de comprobar, multiplicada la escala a nivel nacional, esa riqueza de carismas y experiencias del laicado. Un laicado vivo y comprometido, con múltiples iniciativas para seguir aventando la llama de la fe en lugares donde no es tan cómodo o el terreno no es tan favorable como en este sur nuestro, donde la piedad popular supone -y este valor ha de ser reconocido- un mecanismo de transmisión natural de la fe. Vivir la fe en Sevilla es fácil, más aún ser cofrade; serlo en Barcelona, y fomentar iniciativas evangelizadoras en un ambiente indiferente cuando no hostil, iniciativas que pueden además ser tomadas como ejemplo por quienes creemos saberlo todo, ha sido una toda una lección. Evidentemente, también encontramos allí, en Madrid, en algunos grupos de trabajo, la misma mirada escéptica respecto al valor de la religiosidad popular a la que localmente me refería al principio, fruto más de la ignorancia y el tópico, que de un pensamiento fundado en el conocimiento de nuestra realidad, y que en todo caso rebatimos con nuestros testimonios. Pese a la enorme dificultad de organizar la multitud de participantes y contenidos, hay que aplaudir la capacidad de puesta en común, de manera natural, de problemas e iniciativas bajo la premisa de que la unidad -o sinodalidad en términos del congreso- es el único camino posible para nuestra iglesia en el siglo XXI. Un camino que hay que recorrer con esperanza.
Dos días de convivencia plena y alegre, una oportunidad de conocernos en mayor profundidad los propios miembros de la delegación -y del consejo pastoral-, de contrastar la imagen con que desde fuera nos ven, y calibrar cual es la que nosotros proyectamos. Dejo las grandes conclusiones del congreso a quienes tienen mayor experiencia que quien esto escribe en la dinámica de los movimientos de la iglesia. La pandemia se ha cruzado en nuestro camino dificultando, como tantos otros aspectos de nuestra vida, la implementación de las ideas, y atemperando el impulso con el que siempre se sale de estos encuentros, pero si me parece interesante apuntar una conclusión personal: cuanto bien nos haría la celebración, a escala diocesana, o regional, de una nueva Asamblea de laicos en formato similar al nacional, basada en los testimonios y la experiencia, como medio de superar definitivamente las reticencias que aún arrastramos, aprendiendo desde las cofradías a apoyarnos en las oportunidades y mejores prácticas que otros movimientos ofrecen, poniendo al mismo tiempo en valor que las mismas son una cauce tan válido como cualquier otro para la iniciación, desarrollo y perfeccionamiento de la vida cristiana.
Que todos seamos uno, para que el mundo crea.
Félix Ríos Villegas, Hermano Mayor de la Hermandad del Gran Poder de Sevilla y miembro del Consejo Diocesano de Pastoral