Sigue habiendo diversidad de carismas pero un mismo Espíritu

El concepto “laico” tradicionalmente se ha definido por lo que no es: “todos los cristianos, excepto los miembros del orden sagrado y del estado religioso reconocido en la Iglesia”. Sin embargo, tras el Concilio Vaticano II, el desarrollo teológico permitió realizar una definición afirmativa: “Son los cristianos que están incorporados a Cristo por el bautismo, que forman el Pueblo de Dios y que participan de las funciones de Cristo, Sacerdote, Profeta y Rey. Tienen como misión propia el buscar el Reino de Dios ocupándose de las realidades temporales y ordenándolas según Dios” (CEC 897-898 según LG 31). 

Pues precisamente ha sido esto lo que hemos tenido el regalo de reafirmar en el congreso de laicos “Pueblo de Dios en salida”: cómo muchos cristianos se reconocen Iglesia, y viven y se comprometen dentro de ella para así transmitir la Buena Noticia. Y así, vimos que, en esa comunión cristiana de bienes, fiel reflejo de las primeras comunidades (cf. Hch 2, 44; 4, 32), con ilusión, sencillez y humildad, conscientes de que no nos juzgábamos, se presentaron distintas posibilidades para evangelizar en los diversos ámbitos: desde barrios marginales hasta acomodados, desde el creyente para reafirmar su fe hasta el alejado, tanto para el joven como para el adulto o el anciano. Fue cauce para descubrir que el Espíritu sigue suscitando diversidad de carismas, formas de extender la Palabra, puesto que Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad (1Tm 2,4). 

En este momento, en medio de esta pandemia, esto me da esperanza. Porque, del mismo modo que entonces comprobamos que muchas personas habían puesto sus dones al servicio de la Iglesia, habían negociado con sus talentos (cf. Mt 25, 14-30) para multiplicarlos, también asumo que, en medio de esta situación que vivimos de desconcierto, sombras, angustia o miedo, tenemos mucho que decir y que hacer guiados por el Espíritu (cf. Jn 16,13), para que la Buena Noticia se siga expandiendo, llegando a los hogares de todos e infundiendo esperanza, la luz que disipa las tinieblas. 

En el congreso, todos tuvimos clara conciencia de sabernos el cuerpo de Cristo. Ahora, en la pandemia, tenemos que seguir unidos al que es nuestra cabeza, Cristo. A este respecto recuerdo que, cuando era adolescente, nos dieron en el colegio una estampa con la imagen de un Cristo roto, sin manos ni pies, y una oración en el reverso que rezaba así: 

Jesús, no tienes manos. 

Tienes sólo nuestras manos 

para construir un mundo donde reine la justicia. 

 Jesús, no tienes pies. 

Tienes sólo nuestros pies 

para poner en marcha la libertad y el amor. 

 Jesús, no tienes labios. 

Tienes sólo nuestros labios 

para anunciar al mundo 

la Buena Noticia de los pobres. 

 Jesús, danos tu amor y tu fuerza 

para proseguir tu causa 

y darte a conocer a todos cuantos podamos. 

 

En el Congreso, durante la adoración al Santísimo, recordamos la importancia de sabernos cuerpo entregado y sangre derramada. En las eucaristías, momentos de oración, conferencias, coloquios, y pausas, gracias a una magnífica organización, pudimos experimentar que, dos mil años más tarde, sigue habiendo diversidad de carismas, pero el Espíritu es el mismo (cf. 1Co 12,4), y que estamos llamados a articularnos como Cuerpo de Cristo para contagiar aquello que no se ve, pero que causa serenidad, alegría y esperanza: el amor. 

A María Santísima le encomiendo la Iglesia semper reformanda, para que sepa responder a los signos de los tiempos desde la fidelidad a Cristo, y a todos los fieles laicos para que, comprometidos, vivan una vida en abundancia de fe, esperanza y caridad. 

 

Pablo Guija Rodríguez,

Delegado Diocesano de Pastoral Universitaria y Director del Servicio de Asistencia Religiosa de la Universidad de Sevilla