Ahora que comenzamos la Cuaresma he recordado esta frase de san Pablo VI “la Iglesia existe para evangelizar”, sin duda, ese es su fin último, y toda nuestra vida como cristianos, como bautizados, debería estar orientada a ello. Vivimos en nuestro momento, nuestra vida es para vivirla, para que sea un don para los demás, aunque esta discurra ante un cambio de época; en una sociedad líquida (Bauman); en un enjambre digital (Byung-Chul Han); en un mundo interconectado, donde la soledad, las adicciones y mil problemas diversos campan a sus anchas, incluidos los execrables tambores de guerra que estamos oyendo nuevamente en nuestra vieja Europa. Como siempre, como en cada tiempo y circunstancia, los contrastes marcan nuestra vida, pero Dios nunca nos deja a la orilla del camino, aunque el día se vuelva oscuro, Dios siempre está cerca, por eso no solo debemos detectar el cambio, sino acogerlo. Dios nos da una gran esperanza a todos y a cada uno de nosotros. Dios nunca nos abandona, camina a nuestro lado, aunque no lo sintamos, no lo percibamos. Él es brisa, silencio, grito, huracán que nos mueve, nos sostienen y nos impulsa a llevarlo a los demás.
Pues bien, esta realidad descrita que nos trasciende, para nosotros como comunidad de creyentes se concreta en 2021, según los datos del Anuario Estadístico de la Iglesia, en que somos más de 1.344.403.000 millones de católicos en el mundo. Pero si contáramos a otros que también creen en Cristo, serían otros mil millones más, si a estos le sumamos otros creyentes: musulmanes (1.7 mm), hindúes (1.5 mm), budistas (440 m), y otras religiones (1 mm), en total de los casi 8.000 millones de personas que vivimos en el mundo, más de 6.000 millones son personas religiosas, de una u otro forma. En España más de un 60 por ciento de sus habitantes se consideran católicos. Según esto somos multitud y, sin embargo, a pesar de la presencia territorial en 69 diócesis, y de todo el trabajo pastoral, educativo, caritativo y social, la presencia del Evangelio está muy desdibujada en la vida diaria de una gran parte de nuestra sociedad. Quizá porque hemos dejado un poco de lado la dimensión social del Evangelio, porque nos falta valentía y audacia, y más unidad, o simplemente, porque, aunque somos creyentes, nos dejamos llevar por una vida cómoda y poco comprometida con los demás, con el anuncio de la Buena Noticia.
Jesús tiene que llegar a todos por atracción
La Iglesia en España mantiene una presencia creativa, pero con escaso eco social en una gran parte del país, hemos perdido algunas batallas, y desde hace años se suceden diversos mantras mediáticos, azuzados por intereses diversos, que emergen en los momentos más complejos; los acuerdos Iglesia-Estado, el triste y grave asunto de los abusos a menores -comportamientos que han generado mucho dolor en las victimas, en la Iglesia y en la sociedad, que hay que reparar y curar-, las inmatriculaciones, impuestos…; además de la agenda trazada respecto al aborto, la eutanasia y la cuestión de género. Si miramos hacia las cuestiones de la inmigración, el cambio climático o de la transformación digital, se producen también posturas muy polarizadas. Parece que cada vez somos menos y muy limitados en iniciativas de transformación social, pero queda mucha tarea y hay que seguir trabajando con ilusión y esperanza. Recordemos las palabras de Jesús: “Id por todo el mundo y proclamad el Evangelio a toda criatura” (Mc 16.15-18). Su mensaje es para todos, no podemos contentarnos con un grupito, Jesús tiene que llegar a todos, no con proselitismo, sino por atracción.
No obstante, del 60 por ciento de católicos en España, no todos son practicantes, de ellos un 20 por ciento suele cumplir con el precepto dominical, de este número, solo un pequeño grupo más comprometido en parroquias, movimientos, asociaciones, hermandades, colegios, son los que denominados laicos comprometidos; sobre estos, el clero y la vida consagrada se sustentan las estructuras pastorales, sociales, educativas y culturales de la Iglesia en nuestro entorno. En muchas de las obras educativas de titularidad eclesial, en residencias, y otras muchas iniciativas caritativas y sociales trabajan un buen número de estos laicos comprometidos. Se genera, así una especie de círculos de relación, de redes que se interrelacionan y grupos estables con responsabilidades en diversos campos pastorales. Además de este entorno eclesial laical, en los últimos años se ha incrementado, gracias a Dios, la presencia de personas jubiladas que desempeñan importantes tareas al servicio de los demás en nuestro entorno eclesial. Todo esto genera grandes sinergias, pero también diversos desajustes, pequeños conflictos y algunos desencuentros que muchas veces se resuelven con cercanía y buena voluntad. En nuestra realidad más cercana, en el mundo de la piedad popular, por su importancia y singularidad, se generan además otros retos y oportunidades, propios de la realidad viva que estas organizaciones representan, y que tanto bien hacen en medio de nosotros. Sin duda, con más oración, más procesos de formación en todos estos ámbitos que hemos descrito, más vida de comunidad, más diálogo, lo negativo se diluirá y lo positivo se consolidará y crecerá.
La lacra del clericalismo
Los laicos más comprometidos tienen, tenemos, ante nosotros, un gran problema moral, lo que el Papa Francisco ha definido en muchas ocasiones, como la lacra del clericalismo que aplica al clero, pero también de una forma muy precisa, al laicado. Sí, le preocupa y mucho la clericalización del laicado. Esto no es un relato que nos interpela desde el exterior. Es un gran reto que tenemos en el interior de nuestras estructuras y de nuestras iniciativas. Este clericalismo, ya sea de sacerdotes, religiosos o laicos, está siempre muy unido a la cuestión del abuso de poder, de ejercer el poder, de aprovecharse de la autoridad que se tiene para presionar, para imponer a una persona o entidad los propios intereses. El abuso es, sin duda, un acto de violación de confianza, este poder está asociado a la influencia negativa que se ejerce sobre el otro y no una autoritas que se recibe por la confianza y lealtad de todos.
El poder que da fruto es el que ayuda a la comunidad, de acuerdo al Evangelio, que implica reconocer nuestra propia historia y la dignidad humana. El beato Marcelo Spínola planteaba que “servir es reinar”, es decir solo desde el servicio se convalida el poder. Por tanto, poder y servicio, deben ser una sola realidad, desde una doble visión que se complementa. Sabemos bien que el poder desgasta y en algunas ocasiones hasta deshumaniza a quien lo ejerce. Se puede ejercer ese poder en la Iglesia y por desgracia no tener verdaderos sentimientos y actitudes cristianas. Sin duda, el ejercicio de la autoridad en la Iglesia debe de estar enraizado en el Evangelio, que lleva siempre a estar más cerca de las necesidades e inquietudes del Pueblo de Dios, de los no creyentes y de toda la sociedad.
En los últimos años en la Iglesia en España se han dado algunos pasos, quizá el más significativo fue el Congreso Nacional de Laicos, celebrado en 2020 en Madrid, para abrir horizontes. Los que tuvimos la oportunidad de participar de forma activa fuimos conscientes que vivimos un renovado Pentecostés, a pesar de la indiferencia que en algunos suscitó. El discernimiento y la sinodalidad fueron sus claves de bóveda. Trazándose cuatro líneas de acción para los próximos años en la Iglesia: crecer en el primer anuncio, en los procesos de formación, en el acompañamiento y en la presencia en la vida pública. Llegó la pandemia y más recientemente el Sínodo. La pandemia ha ralentizado, cuando no anulado muchas de nuestras acciones pastorales, pero el Sínodo está abriendo un nuevo estilo, un proceso, un camino que recorreremos en los próximos años, a pesar de que se intuyen muchas resistencias internas, o quizás cierto desinterés, cuando no la misma indiferencia ya apuntada. El Sínodo, lo sinodal, caminar juntos, no es una nueva moda, ni un invento, está plenamente en conexión con las conclusiones del Congreso Nacional de Laicos, del Evangelio. Este estilo de ser Iglesia, de vivir en la Iglesia ha llegado para quedarse e interpelarnos a todos.
El camino sinodal no es un parlamento. El proceso sinodal es más que una democracia, porque las minorías son importantes, porque todos somos protagonistas. La comunión y la escucha en la Iglesia se equilibran y complementan, para superar el déficit de corresponsabilidad y participación que vivimos. Confiamos en la acción del Espíritu Santo para que se superen sospechas y reticencias, y todos podamos avanzar por este camino juntos, un camino de escucha abierto a los demás.
Muchas veces me pregunto ¿Cuál es la tarea fundamental que tenemos que impulsar como Iglesia? Y siempre me viene la misma idea, la parábola del Buen Samaritano. A nosotros que nos sentimos Iglesia, que somos Iglesia nos toca realizar muchas tareas, pero creo que hay una esencial, reconocer las heridas de nuestro pueblo y curarlas.
Sobre el tema de la clericalización del laicado ha hablado recientemente, en un Simposium celebrado en Roma dedicado a la vocación sacerdotal, el Papa Francisco. En el mismo, pide el Papa que los sacerdotes mantengan cuatro cercanías: cercanía con Dios, con el obispo, con los hermanos presbíteros y con el pueblo que le fue confiado. Un texto para hacer oración pues muchas ideas planteadas son puro Evangelio, que todos, sacerdotes, vida consagrada y laicos, deberíamos saber aprovechar. Coincido con el Papa Francisco cuando habla que la clericalización del laicado, esos pequeños grupos, que aparentemente se puede interpretar como una élite en cada entorno pastoral donde se encuentren, pueden desnaturalizar su misión y convertirse en espacios endogámicos, y autorefenciales, sin ninguna o escaza capacidad de evangelizar. Todos hemos de reflexionar sobre esto porque no podemos reducir nuestra vida espiritual a una mera práctica religiosa, a ritos y rutinas. Por ello, sin cultivar la humildad, la escucha, la autocrítica, el acompañamiento, la paciencia será muy difícil seguir adelante. A los laicos el clericalismo también nos hace indiferentes, creando un cordón sanitario, cuando no un muro con nuestro entorno para no involucrarnos en sus vidas, generando incluso envidias, que es un pecado y sobre todo “una fatiga de la pedagogía del amor”, que generan calumnias y murmuración, como subraya el Papa a menudo. Nunca me han gustado los profetas de calamidades, pero si ver la verdad en cada situación, sin contemplar la realidad será muy complejo sanar heridas y construir nuevos procesos de comunión y evangelización. La sinodalidad nos ayuda a aislar el clericalismo, no desaprovechemos este camino por recorrer.
Me sorprendió la intervención del Cardenal Quellet en el Simposium al subrayar que “los abusos sexuales sólo son la punta del iceberg del clericalismo”, que tiene un gravísimo punto de referencia, que es el abuso de autoridad, de la confianza, que he apuntado más arriba. De ahí, que no sea bueno que nos refugiemos en modelos del pasado, mirándolo con añoranza, hemos de asumir nuestro momento presente y sus complejidades, mirando al futuro con esperanza. El Señor nos llevará de su mano y nos ayudará a discernir el horizonte a transitar. Hemos de plantear con sinceridad que no tenemos respuestas rápidas y para todo, quien diga que las tiene miente, por interés, por ideología o simplemente por capacidad para comprender en toda su anchura y profundidad los problemas que hoy transitan por el corazón de la humanidad.
Lo dicho sobre la clericalización del laicado me ha hecho recordar una carta enviada a Quellet por Francisco en 2016, donde de frente y por derecho recuerda aquella expresión: “es la hora de los laicos”, contestando con algo de preocupación, cuando no de sorna, que parece que hacía tiempo que el reloj estaba parado. Sabemos bien, que el clericalismo utiliza al laicado, le limita iniciativas y lo coloca en muchos casos en una situación de infancia eclesial, apagando proyectos y no animándolo lo suficiente a remover nuestra sociedad y generar una vocación de servicio, una vocación política en toda la grandeza de su dimensión para anunciar el Evangelio. El clericalismo se olvida que la visibilidad y la sacramentalidad de la Iglesia pertenece a todo el Pueblo de Dios, y no solo a unos pocos. Con cierta preocupación hemos de conferir que se ha generado una élite de laicos, ya apuntada, que trabajan, que están comprometidos en las obras de la Iglesia, en la parroquia, la diócesis…, muchas veces preocupados más en dominar espacios, qué en iniciar procesos, o al menos eso es lo que parece. Los laicos comprometidos son necesarios, pero si se clericalizan en su modo y estilo de actuar, no estarán siendo fieles a la vocación recibida y distorsionarán su misión dentro de la comunidad cristiana y en la misma sociedad.
Los laicos más comprometidos, desde su vocación bautismal, asumen su responsabilidad en lo posible en diversas tareas pastorales, sociales, caritativas, educativas… de la Iglesia, pero no pueden, ni deben sentirse dueños de su tarea. Sin embargo, como indique al principio, la Iglesia existe para evangelizar, junto al creyente que quema su esperanza en la lucha cotidiana por vivir la fe en un mundo que está cambiando a toda velocidad. Por eso tendremos que ser más imaginativos y audaces. Ya que los ritmos de vida actuales son muy distintos a los de hace unos años, incluso de antes de la pandemia. Ahora que iniciamos la Cuaresma, camino hacia la Pascua, no nos cansemos de hacer el bien, y pidamos de nuevo la gracia para transformar nuestra vida y ponerla al servicio del Evangelio. Necesitamos nuevos espacios de oración y comunión, nuevos modelos para evangelizar más atractivos y significativos, desde el agradecimiento por lo recibido. Por eso, es importante animar a nuestros contemporáneos a vivir su fe donde viven y con quienes están, en la vida pública, esto es posible, no es una utopía, caminando juntos, escuchando a todos, podremos lograrlo. Pidámoslo al Señor con humildad y Él nos lo concederá si es lo que necesitamos y nos hace bien.
Enrique Belloso