En las últimas semanas he tenido la oportunidad de acercarme de nuevo a diversas parroquias de barrios de la llamada “periferia” de la ciudad o de algunas poblaciones significativas del entorno metropolitano, que también viven realidades difíciles y complejas, de integración, pobrezas materiales y humanas, etc. La Iglesia allí está, como en tantos sitios, arraigada muy profundamente con su entorno, mantenimiento una rica pastoral de encuentro a través de Caritas, de las catequesis en sus diversas realidades y edades, es punto de referencia de nuestros mayores y de aquellos que la sociedad descarta por su procedencia, condición o realidad social. He constatado de nuevo con alegría que la piedad popular es vivida de forma serena e integrada en la pastoral global de estas parroquias, con su singularidad, pero sin tensiones. Estas parroquias son verdaderas avanzadillas desde hace muchos años de esa Iglesia en salida, hospital de campaña al que Francisco nos invita desde el inicio de su pontificando.
Me preguntaba, después de esta nueva experiencia en torno a lo vivido en este tiempo de pandemia, cómo encajaría, en estos y otros lugares de nuestra geografía diocesana, este proceso sinodal que estamos iniciando. Cuáles eran las características a subrayar, desde su realidad desnuda y viva, puesta al servicio de los demás.
Lo primero que se me vino a la mente es que estas parroquias y otras muchas parroquias y comunidades llevan muchos años siendo territorio sinodal porque no podrían seguir existiendo si los que allí comparten su fe no caminarán juntos, no construyeran juntos la comunidad parroquial. Cada uno en su puesto, animados y acompañados por el sacerdote, se manifiestan como auténticas escuelas, o mejor, cátedras de la santidad en medio de nuestra Iglesia, de nuestra sociedad. Son un espejo donde mirarnos para desde una corresponsabilidad vivida y compartida construir un espacio de comunión real para evangelizar, que como bien nos recordó san Pablo VI, es su fin esencial. La Iglesia existe para evangelizar, porque Dios se hace Palabra encarnada en comunidad de Amor, que se manifiesta en medio de nuestro pueblo, del Pueblo de Dios.
A pesar de tanta vida como vemos en medio de nuestras parroquias, organizaciones y comunidades, muchas veces en nuestra comunidad diocesana cuesta salir del dato, la anécdota, la acepción de personas, los equilibrios diversos, la reproducción de modelos o personas, del siempre se ha hecho así, o del triste pensamiento de que lo que hacemos sirve de poco, o que reproducimos modelos que se parecen más a ONGs o estructuras mundanas que a una verdadera comunidad de seguidores de Jesús. Pero a nosotros lo que de verdad nos importa es organizar juntos la esperanza y proyectarla hacia el futuro.
En este contexto, en el que todavía es posible un poco más de creatividad, ilusión y esperanza, nos ha llegado el Sínodo que en Sevilla estamos acogiendo. Nuestro arzobispo nos convocó y la Iglesia que camina en Sevilla se hizo presente en gran número en la Catedral, un signo, una realidad, una bendición. Esto, sin duda, no es algo puntual, sino la continuidad de un camino ya iniciado, que en nuestra Archidiócesis ha tenido varias etapas y circunstancias. Nosotros somos la suma de un camino personal, familiar, eclesial y social. No comenzamos de nuevo, sino que retomamos el camino por donde otros muchos con sus vidas forjaron una gran red capilarizada que todavía hoy, a pesar de múltiples circunstancias, sigue fluyendo y nos da la fuerza que necesitamos para seguir adelante.
Este proceso sinodal nos tiene que ayudar también a salir de nuestra zona de confort personal o eclesial, a abrir nuevos caminos de conversión personal y comunitaria, a animarnos entre todos, a huir de cálculos o intereses personales o de grupo. A estar más en la intemperie y menos enroscados en las estructuras heredadas o generadas, que son muchas veces, más espacios de poder, que instrumentos para generar nuevos procesos de evangelización en nuestro entorno. Sin duda, no podemos ver todo esto como un cambio en los equilibrios del poder, sino como un medio para acercar el Evangelio de nuevo a todos, sin retórica, por derecho. Sabiendo que es el Espíritu, que sopla donde quiere.
Aprovechemos este tiempo sinodal para anticiparnos al futuro, no tanto pensando en cómo salvar los muebles, sino más bien en cómo sentir juntos, para que juntos con nuestro arzobispo, su presbiterio, la vida consagrada, como laicado comprometido abramos nuevos horizontes, nuevos caminos para la evangelización. Pero sabemos bien que sólo el tú a tú, el ejemplo, la coherencia de vida y de la comunidad abre camino al mensaje sanador de Jesucristo. Lo demás, aunque bueno, muchas veces nos enreda, paraliza y apaga.
Por eso, hemos de centrarnos en la evangelización, en una situación donde la fe se deteriora y se erosiona cada día en medio de nuestro pueblo, no perdamos el tiempo en lo accesorio, en lo evidente, miremos más allá. Hemos de tener claro lo esencial para desde ahí, llevar todo lo demás adelante. Tenemos una fe que crece por contagio, por el encuentro personal con Jesús, solo así podremos llevar a los demás nuestro gran tesoro que es el Señor, cuya imagen ha recorrido hace unos días las calles de una ciudad cargada de trascendencia, de respeto y de esperanza. Él nos dice “dadles vosotros de comer”, no solo de lo material, de lo humano, démosles lo más grande, mostrémosles a Jesús a través de nuestras vidas, nuestras obras, nuestros proyectos. Ojalá seamos capaces de transparentar a Jesús a través de cada uno de nosotros. Pero en todos los procesos pueden surgir desajustes, intereses de parte, desinterés, falta de compresión de su sentido, pero la buena voluntad y el amor a lo que hacemos y vivimos lo suple.
Sabemos que todo esto no es una novedad, ya lo señaló el Concilio Vaticano II, la Iglesia primitiva respiraba del aire sinodal. En los Hechos de los Apóstoles, los seguidores de Jesús se reunían para discernir la voluntad de Dios para la comunidad. No obstante, como se recuerda en los documentos del Sínodo, no podemos creer que aquí la norma que impera es la de la mayoría, no, en medio de nosotros lo que verdaderamente da fruto y nos hace crecer es la comunión, que seamos capaces de ponernos de acuerdo, sin dejar a nadie atrás, que es sin duda, manifestación de que el Espíritu es quien nos lleva de su mano. Para todo ello, necesitamos personas que ejerzan un liderazgo cristiano que inspiren, motiven y que sean un ejemplo para todos. No los rechacemos, animémoslos, acompañémoslos, no apaguemos la voz del Espíritu que habla a su Iglesia.
Una buena muestra de ello deben ser nuestros consejos pastorales, en cada parroquia tienen un sitio insustituible. Es el lugar donde la comunión se amasa, donde se construyen y se proponen procesos, donde se deben cuidar, casi como un sacramento, las relaciones personales, donde todos se sientan parte, donde se articulen e impulsen propuestas, donde cada uno ocupe su puesto, que nadie se sienta suplantado en su vocación y dignidad. Que, con el respeto, la comunión, la amistad social y la fraternidad se cimente cada día una Iglesia viva y encarnada en su entorno. Esto no es imposible, ni una quimera, depende de todos, pero para ello hace falta una premisa, no buscarnos a nosotros mismos, aunque seamos instrumentos pobres y limitados, el Señor nos llama a esta misión a cada uno por nuestro nombre. Con Él no valen las componendas, Él conoce a cada uno hasta el fondo. En Él solo cabe abandonarnos a su voluntad, ser sencillos, humildes y cercanos. Caminemos en lo posible, y lo demás el Señor nos lo dará por añadidura.
Enrique Belloso Pérez