Está por hacer un estudio amplio y riguroso del papel que las hermandades han tenido, tienen y tendrán en la historia de la Iglesia. El que presentamos es un avance de ese otro trabajo, más extenso y con mayor aparato crítico, que habría de realizarse. Lo hemos dividido en tres entregas consecutivas, para facilitar su lectura. Tanto por su temática, como por la forma de tratar el tema, es algo diferente a los posts que habitualmente publicamos. Pensamos que el tema lo requería.
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Fieles.
Para poder estudiar el papel de las hermandades en la Iglesia es precisa una definición previa de la naturaleza y fines de las mismas. Eso nos permitirá reconocer sus fundamentos y su misión; no desnaturalizarlas, acercándose a ellas sólo mediante la descripción y análisis de sus actividades externas (estrenos, cofradía, tómbola…), sin atender a lo esencial. Una vez definida qué es una Hermandad y sus fines se podrá proponer su encaje la Iglesia y estudiar el papel que corresponde a sus hermanos en el desempeño de ese papel.
Las hermandades, dice el Código de Derecho Canónico son “asociaciones públicas de la Iglesia Católica, erigidas por la autoridad eclesiástica competente, en las que los fieles, clérigos o laicos, o clérigos junto con laicos, trabajando unidos, buscan fomentar una vida más perfecta, promover el culto público, realizar otras obras de apostolado, el ejercicio de obras de piedad o caridad, y la animación con espíritu cristiano del orden temporal” (Cfr. CIC, canon 298).
De esta definición nos interesa especialmente la referencia a los fieles, que son quienes habrán de dar cumplimiento a los fines de las hermandades.
Fieles: Laicos y clérigos.
La Iglesia es la asamblea de todos los fieles. Todos los que, por la Fe y el bautismo, han sido hechos hijos de Dios, miembros de Cristo y templos del Espíritu Santo (Cfr. CEC 147). Todos tienen una misma fundamental condición teológica y todos, desde el Papa al último bautizado, participan de la misma vocación, de la misma fe, del mismo espíritu, de la misma gracia.
Los fieles pueden ser laicos o clérigos (Cfr. CEC 178).
La mayoría de los fieles que componen las hermandades son laicos, en consecuencia no se puede entender el papel de las hermandades sin considerar cuál es la función de los laicos en la Iglesia.
Su capacidad y responsabilidad evangelizadora no deriva de una delegación dada por la jerarquía, sino de directamente de Jesucristo, mediante el bautismo. El Concilio Vaticano II lo explica claramente: “[Los laicos] son fieles cristianos que tienen una vocación y misión específicas: están llamados a santificarse en medio del mundo, santificándolo desde dentro” (Cfr. Lumen Gentium Capítulo IV). Su misión, pues, no le viene dada por delegación de la Jerarquía, sino por su vocación específica de laico, que le hace responsable activo de la Iglesia.
Más contundente aún el Papa Francisco, en mensaje al presidente del Consejo Pontificio para los Laicos, Cardenal Ryłko, afirma que «los laicos no son miembros de “segunda clase”, al servicio de la jerarquía y simples ejecutores de órdenes de arriba, sino discípulos de Cristo, que en virtud de su bautismo y su inclusión natural en el mundo están llamados a dar vida en cualquier actividad y en aquellos lugares que de otro modo permanecerían ajenos a la acción de Dios y abandonados a la miseria de la condición humana. Nadie mejor que ellos pueden realizar esta tarea tan esencial» (10-11-2015).
El otro gran grupo de fieles, aunque bastante menos numeroso, lo conforman los clérigos. Responsables de la predicación de la Palabra, con la autoridad de Cristo, y la celebración de los sacramentos. Por institución divina el sacramento del Orden crea una distinción esencial y no sólo de grado entre quienes lo reciben y el resto de los fieles manteniendo al mismo tiempo la igualdad radical de todos los fieles en la misión de la Iglesia.
Todo ello bajo la dirección de la Jerarquía (la Iglesia es jerárquica, no un movimiento asambleario) que tiene como misión ordenar el desarrollo de los ámbitos personales de autonomía al bien común de la Iglesia y las almas y vigilar para que se respeten la doctrina y el orden. En definitiva: enseñar, santificar y gobernar (Cfr. CEC 184,186 y 187).
La responsabilidad de los fieles laicos de santificar el mundo “desde dentro” no se deriva pues de un mandato de la Jerarquía a los laicos para el apostolado, la han recibido de Dios en el Bautismo (CEC 177). De aquí la importancia del respeto a la libertad de los laicos para difundir el espíritu cristiano en la sociedad. Pero ese respeto se refiere a su actividad, el contenido de esa actividad ha de ser integrado en el bien común de la Iglesia por la Jerarquía, y sostenido, con la predicación y celebración de los sacramentos, por los clérigos.