Cuando se habla de vocación parece que ésta se limita sólo a la llamada al estado religioso o sacerdotal. “Ése tiene vocación”, se decía de aquella persona que parecía inclinada a ir al seminario o a un convento. Pero vocación tenemos todos, ¡algunos incluso vocación a participar en una Junta de Gobierno!
El Concilio Vaticano II proclama que todos los hombres y mujeres tienen vocación: una vocación universal a la santidad, a participar de la intimidad de Dios. Es además una vocación eterna, prevista desde siempre, y personal, no es una llamada genérica a la humanidad, sino a cada uno. Por eso la vocación saca del anonimato, sitúa al hombre de modo personal e inmediato ante Dios y le invita a tratarle directamente. Ofrece una luz definitiva sobre la propia vida, a la que dota de sentido, porque mediante ella Dios, a la vez que introduce al hombre en su intimidad le llama a participar en el proceso de la creación y de la redención.
Es una invitación, más que un mandato, que requiere de cada uno el ejercicio de su libertad para actualizarla permanentemente. La vocación se construye a cada instante en el que desemboca el pasado, que se hace presente, y arranca el futuro.
Si la creación acontece en una llamada, es decir, si Dios crea “llamando” a su criatura, ésta será, ante todo “respuesta” en el sentido más amplio y radical de esta palabra. El hecho de que Dios llame a cada hombre y continúe llamándolo permanentemente, hace que nuestra vida temporal adquiera el valor y el carácter de una respuesta. Las respuestas a Dios van formando nuestra historia. Nacemos con un proyecto que tiene ya, en sí, todos los elementos para ser eficaz, de nosotros depende encontrar, rechazar o aceptar esa felicidad (porque la felicidad está en la adecuación a la llamada de Dios).
Vamos, por tanto, configurando nuestra existencia a través de las respuestas que damos a Dios a través de las diversas circunstancias o contingencias de nuestra vida: familia, amigos, trabajo, entorno social y también las hermandades en las que muchos se incardinan.
Esta es otra visión: entender la participación en una Junta de Gobierno no como un fin, sino como parte de una respuesta, como desarrollo personal de la propia vocación.
La vocación hemos dicho que es respuesta a requerimientos, por eso participar en una Junta de Gobierno no es pelear para llegar a un puesto, es poner uno sus capacidades al servicio de los demás, dar respuesta permanente a una llamada personal, construir cada uno su propia historia. En ese contexto es donde debe producirse el encuentro con la Hermandad, distinguiendo lo que es servicio de lo que es servirse; aportar recursos, no consumirlos, elaborando así una economía de suma infinita, no de suma cero, en la que uno pone en juego su capacidad inagotable de donación, a ejemplo de Dios, que sólo sabe manifestarse amando.
Todo ello en un contexto de humildad, de conciencia de la gratuidad de la vocación y de reconocimiento de la propia pequeñez y debilidad, conscientes de que lo fundamental no es lo que el hombre haga sino lo que él llegue a aceptar que Dios haga en él.
No se agota aquí el tema de la consideración del trabajo en una Junta de Gobierno como parte de la vocación personal, sólo he pretendido abrir una línea de investigación a los expertos en Teología Moral con la esperanza de que alguno se decida a recorrerla.