"Dios ha destinado la tierra y cuanto en ella contiene para uso de todos los hombres y pueblos. En consecuencia, los bienes creados deben llegar a todos en forma equitativa bajo la égida de la justicia y con la compañía de la caridad" [1]
Por este principio básico de la Doctrina Social de la Iglesia se debería regir todo ordenamiento ético-social. Es, ante todo, un derecho natural, inherente a toda persona y prioritario respecto a cualquier intervención humana sobre los bienes y debería estar incluido en cualquier ordenamiento jurídico. Ya lo dijo muy claramente el papa Pablo VI, beato desde hace unas semanas: «Todos los demás derechos, sean los que sean, comprendidos en ellos los de propiedad y comercio libre, a ello [destino universal de los bienes] están subordinados: no deben estorbar, antes al contrario, facilitar su realización, y es un deber social grave y urgente hacerlos volver a su finalidad primera»[2].
Esto no significa que todo sea de todos, sino que nos invita a tener una visión de la economía inspirada en valores morales que nos permita pensar que el fin de ella es la persona humana, una economía de rostro humano, como dice el papa Francisco en Evangelii gaudium.
La tradición cristiana nunca ha aceptado la propiedad privada como absoluta e inviolable, sino que la ha considerado como un medio y no un fin. San Juan XXIII, en Mater e Magistra: “La enseñanza social de la Iglesia exhorta a reconocer la función social de cualquier forma de posesión privada”.[3]
Vivimos en un momento difícil. El informe FOESSA de Cáritas, presentado en el arzobispado el día 4 de noviembre (http://www.archisevilla.org/Noticias_21-3519), nos dice que un millón de andaluces, lo que equivale a 334.000 hogares, vive en situación de pobreza severa. Además, 2,1 millones de andaluces o, lo que es lo mismo, 697.000 hogares (el 25 por ciento de la población) están en condiciones de exclusión social. San Juan Pablo II nos hablaba de la opción preferencial por los pobres y decía: «Esta es una opción o una forma especial de primacía en el ejercicio de la caridad cristiana, de la cual da testimonio toda la tradición de la Iglesia. Se refiere a la vida de cada cristiano, en cuanto imitador de la vida de Cristo, pero se aplica igualmente a nuestras responsabilidades sociales y, consiguientemente, a nuestro modo de vivir y a las decisiones que se deben tomar coherentemente sobre la propiedad y el uso de los bienes. Pero hoy, vista la dimensión mundial que ha adquirido la cuestión social, este amor preferencial, con las decisiones que nos inspira, no puede dejar de abarcar a las inmensas muchedumbres de hambrientos, mendigos, sin techo, sin cuidados médicos y, sobre todo, sin esperanza de un futuro mejor»[4].
[1] Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 69, (1966).
[2] Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 22, (1967).
[3] Cf. Juan XXIII, Carta enc. Mater et magistra: 53 (1961)
[4] Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 42, (1988) .