Partiste como el vuelo de una mariposa bella y silenciosa dejándonos tu estela. La tierra acogió tu cuerpo, nave que te condujo a mundos celestes en los que hundiste sueños y promesas de una eternidad que ya es tuya. Quedaron esparcidas lágrimas y ternura en esos recodos del alma que se hicieron transparentes en España y América, donde tu fe te condujo; la inocencia es así. Tus pies fueron alas de una idencia que aprendiste cuando la vida se abría ante ti y tú sorbías alimentándola en una oración hecha de fuego.
En aquellos viejos vagones del metro de Madrid, y sus cafeterías, donde el pulso del mundo se detenía, el hálito del amor de Cristo latía dentro de ti, y ni siquiera el murmullo de voces podía impedirlo. Sereno y templado el rostro, con un brillo de ternura en las pupilas, era tu sonrisa más poderosa que las palabras. Tu huella pervive ahora en la memoria de un corazón que te sigue a tu destino postrero. Un antes y un después han muerto porque tu perseverancia los ha destruido y has abierto puertas que nunca se cierran, que olvidan lo que aquí quedó. Ya las sombras de la fatiga son flores nacidas para la gloria.
Una parte de nuestras vidas se fueron contigo. Aquéllas hilvanadas de oraciones, de perdones, de esperanzas tuyas… quizá de renuncias, todo lo que fuimos en ti, que no era más que el anhelo de honrar en tu mente lo que el Padre concibió para sus hijos desde toda la eternidad.
«Solo el amor traspasa las fronteras del llanto», hizo notar en uno de sus proverbios nuestro padre Fundador Fernando Rielo. Son lágrimas que nos rescatan, precio de un amor que se define por otro Amor sublime. Y tú, querida hermana Mari Carmen lo sabías y lo vivías.
Aquí quedamos con esas teas encendidas que alumbran la prudencia, guardando el tesoro de una vida que se desgastó traduciendo en gestos el idioma de la entrega sin paliativos, en medio de sus luces y sombras. Llegaste a la meta soñada, por eso damos gracias a Dios. Por eso y por lo mucho que has sembrado en todos nosotros, y los que sin conocerlos, un día, tal vez ya ahora, te habrán salido al encuentro.
Nuestro padre Fundador, con el que te has reunido, nos enseñó la grandeza de una convivencia a la que fuimos llamados por Cristo para que discurriera en caridad. Por fortuna en nosotros no se cumple la trágica experiencia de quienes se unieron sin conocerse, vivieron sin quererse y murieron sin llorarse, como él decía.
¡Descansa en paz, hermana mía! Un inmenso abrazo.
Isabel Orellana Vilches