Ante el hecho del aborto nadie debería ser políticamente correcto. Ya ha pasado mucho tiempo desde que comenzó su despenalización, con los supuestos admitidos que se fueron ampliando, para justificar que esta barbarie, disfrazada eufemísticamente bajo la de una interrupción voluntaria del embarazo, ha traído el progreso. Ni lo ha sido para las madres que optaron por una decisión, que al menos a muchas de ellas les ha ido pasando la factura porque es imposible dejarse arrancar una vida en el vientre a sangre fría, y olvidarse de ello, ni para las que aceptaron consejos que otros les dieron. Toda persona tiene conciencia moral y esa es la que nos interpela a cada uno. Y por supuesto el aborto se ha vuelto en contra de la misma sociedad que lo promueve, una sociedad envejecida y pobre.
Con independencia de las circunstancias que hayan estado detrás, esto no es un juicio moral sino la constatación de un hecho cierto y científicamente comprobado, lo que se elimina es una vida inocente, en ciernes, que late en otra vida. Y esta última (la madre), que no está sometida a conceptos como el estatuto jurídico del embrión al que se apela para justificar el crimen, se supone que tiene juicio y capacidad de decisión. En aras de su libertad y por muy variadas razones elige que le extraigan a su hijo. En suma, decide que muera. Sí. Es una expresión terrible dicho así. Pero es la verdad. Lo demás son formas de engañarse.
Y no deja de ser tremebundo que si estas decisiones las han tomado mujeres de cierta edad, ahora se proponga rebajar la responsabilidad a los dieciséis años. ¿Con qué objeto hay que darse tanta prisa? ¿De qué han servido campañas a favor del preservativo? ¿Por qué abjurar de una formación integral en la que desde niños se muestre la complejidad del mundo afectivo? ¿Por qué se eluden opciones formativas, realmente sanas a todos los niveles, que hagan de quienes tendrán que afrontar el futuro personas maduras, conscientes y responsables?
No me interesa en este momento la literatura científica al respecto, sino descender a lo concreto. Y en ello radica nueva reflexión: La ignorancia no compromete. La ceguera es más útil para seguir actuando impunemente. Lo he constatado durante años. Cuando en 1984 Bernard Nathanson (conocido como “el rey del aborto”, que después se convirtió) filmó El grito silencioso ya se apreciaba el sufrimiento del feto que huía, sí, huía de su muerte buscando un espacio superior del cuerpo de la madre para librarse de la crueldad. Porque las formas de liberarse de quien no tiene la culpa de haber sido concebido, ni de la manera en que lo haya sido son terribles, y lo curioso es que personas defensoras del aborto ni lo quieren saber, ni creer. A veces he preguntado de qué modo piensan que se extrae el cuerpo de un feto, ¿se disuelve en el aire? ¿Desaparece por generación espontánea?
Se está jugando con la vida, lo más sagrado que tenemos. Como si el no nacido fuese una pelota de pim pom o un muñeco al que se le arranca un brazo, como tantas veces sucede en la infancia. La concepción de un hijo es un milagro desde todas las perspectivas, un don que como tal debería cuidarse al extremo. Si se huye de la verdad perteneciendo a una sociedad curiosa, tan dada a la auto información, eludiendo una simple comprobación que un medio científico proporciona tanto de forma visual como lectora del modo en el que se termina con la vida humana, es por algo. Y todo eso está a la mano de quien lo desee constatar. Pero el egoísmo en todo ello, amén de otros intereses, entre los que entra una pésima educación, tiene mucho que decir y ello se sintetiza en los calificativos que antes de nacer ya recibe el no nato: “error” y “estorbo”, por ejemplo. Hasta el hecho de venir con una discapacidad aconseja exterminarlo y eso que en no pocos casos fue una percepción errónea para alivio de unos padres que decidiendo seguir adelante, pese al consejo de abortar, tuvieron en sus brazos a un hijo sano. Incluso si hubiese tenido una discapacidad, ¿no es egoísmo eliminarlo? ¿No es una forma de eludir el sufrimiento? ¿No se puede vivir con una discapacidad? Porque hay discapaces muy capaces; más que los que nacimos sanos.
Pero aún hay otras preguntas, seguramente de Perogrullo, que al menos yo me formulo ante esta nueva ley que se pretende aprobar en España: ¿Y si esas jóvenes de 16 años tienen que acarrear de por vida con un sufrimiento que pudieron evitarse por una decisión tan grave como la que se pone en sus manos? ¿Quién se va a ocupar de sanar las heridas psicológicas que pueden quedarles? ¿Sus padres, esos padres que las trajeron al mundo sin pensar que alguien determinaría cómo deben formarlas, acompañarlas, aconsejarlas…?
Lo que hasta ahora ha ido calando en la sociedad es la contracepción y la necesidad de mantener relaciones sexuales. Ni por asomo se habla de la castidad. Además, como abortar es tan habitual desgraciadamente, también poco a poco se va considerando como un derecho inalienable de la mujer que hace uso de su libertad. Y la muerte del no nacido se ha canonizado y, con su muerte, también la conciencia moral harto manipulada por ciertas ideologías.
En este drama hace mucha falta, al menos, un poco de sentido común. Eso y una posición firme y clara, aunque haya quien nos condene. Por aliviar lo que se considera un mal se comete otro infinitamente peor. No hay más opciones. Quienes tienen en sus manos la posibilidad de contribuir a paliar los problemas, no conceden ayudas, ni ponen a merced de las futuras madres opciones válidas para mantener la vida de su hijo.
Con más razón: ¡Defendamos la vida!
Isabel Orellana Vilches