¡Cuántas personas han salvado su vida o dejaron de cometer errores irreversibles gracias a un consejo! Son multitud. Es un deber de los padres y educadores poner sobre el tapete opciones adecuadas que conviene argumentar para que la falta de experiencia y de luces, que de todo hay, sobre todo en ciertas edades, permitan comprender qué es lo más conveniente, a lo que se debe tender. Disuadir de este modo, sin autoritarismos, iluminando la mente y la voluntad de los que deben tomar una decisión de peso, debería agradecerse. «Desgraciado aquel que no halle quien le avise cuando es menester», decía Luis Vives. No son pocos los que lamentan no haber contado en el momento adecuado con la palabra certera de alguien que les hubiese ayudado a no cometer errores que se pagan toda la vida.
Pero ahora una sombra se cierne sobre el buen consejo, porque se piensa que cercena la libertad, y hay que dejar que se tropiece una o las veces que sean, sin preocuparse por las consecuencias de la caída. Un concepto erróneo que ciertas ideologías se han ocupado de ir extendiendo en esta sociedad, a las que no les importan tanto los demás, como quieren hacer creer, cuando con la ley en la mano imponen un bozal en los labios de las personas que nada malo hacen cuando señalan otros caminos. Y digo esto porque la ley del aborto incluye penas para los defensores de la vida, y esto es así porque hay que asegurarse que prosiga el negocio con los inocentes. Y un pro vida es un estorbo, alguien que puede esquilmar un buen dinero a costa de la determinación de una madre indecisa, a la que su conciencia le hace temblar, y el grito de su hijo le roba el alma pidiéndole vivir cuando es abordada en el umbral de ese escenario donde se perpetra el crimen.
Tener madurez es admitir los consejos. Denostarlos no lo es. Únicamente, quien de manera altiva hace creer que lo sabe todo y presupone orgullosamente que nunca se equivoca, está viviendo ciegamente, cerrado por completo a la realidad. Como un ciego no puede guiar a otro ciego, como dice el Evangelio, ambos caerán en un hoyo. Algunos dicen que no se deben dar consejos a quien no los pide. Pero hay circunstancias en la vida que exigen una toma de postura; no se puede mirar hacia otro lado, sin más.
Una comunicadora hace unos días defendiendo el aborto rotundamente afirmaba que no hay democracia en una sociedad en la que no se respeta a las mujeres que eligen esta vía, cuidándose mucho de esquivar cualquier expresión relativa a la muerte de un inocente. Alegaba que nunca se consentiría decir nada a ninguna de ellas ante tal decisión. A mi modo de ver, si una democracia, como la periodista decía, es que cada uno piense y haga lo que le parezca, mi opinión alta y clara es que el respeto precisamente conlleva tan altas dosis de responsabilidad —sin la cual no hay libertad, por cierto—, que no se puede omitir un consejo cuando uno intuye el alto precio que se puede pagar si no se atiende. Después, cada persona puede decidir qué hacer con él, incluido negarse a oírlo; las leyes no tendrían que ponerle freno. «Si deseamos respeto por la ley, primero debemos hacer la ley respetable». (L. D. Brandeis).
Ciertas prohibiciones son propias de totalitarismos; provienen de los defensores de un pensamiento único que busca condenar al ostracismo a los que no pensamos como ellos, minusvalorando la autonomía que tenemos y haciendo creer que necesitamos esa falsa paternidad impostada, con la cual, si nos dejamos, se nos cortaría hasta la respiración.
Isabel Orellana Vilches