Cuando el mundo se volvió del revés por efecto del COVID-19 y fue desterrado de la convivencia el tacto de una piel que expresa lo que nunca podrá decirse con palabras, especialmente en los instantes álgidos de la vida, de algún modo comenzó a percibirse la dimensión de un gesto insustituible que tal vez no siempre fue valorado en su justa medida.
Un abrazo, una palabra, una caricia consoladora cargada de emociones y esperanzas, colmada de gratitud y de ternura es lo que la mayoría hemos conocido desde nuestro nacimiento. No suele entrar las cábalas de nadie llegar al umbral de la existencia abruptamente sin tener a su lado el rostro de los seres queridos. Desconocemos la forma, el momento… Pero es un hecho que salvo las excepciones que impone lo inesperado o el devenir de la vida, no se produce la soledad aparte de la que íntimamente experimenta el que se encuentra en ese trance.
Hallándose en peligro un familiar, un amigo, incluso un vecino, enseguida se ponen en marcha los mecanismos oportunos de modo que no se afronta en soledad ese instante supremo porque en la cabecera se encuentran los seres más queridos dando un adiós, que a todos llega, haciéndose a la idea de que es la hora de esa separación terrena, y para quienes tenemos fe, el fin de una peregrinación que nos abre las puertas de la vida eterna donde todo sufrimiento no tiene cabida.
En estos momentos de aislamiento una de las situaciones dramáticas que impacta de forma singular es saber que el único consuelo que reciben los moribundos es el que les proporcionan los sanitarios y los capellanes. Dice Fernando Rielo, fundador de los misioneros identes que “la muerte es la frontera entre dos mundos que se abrazan”. Los sacerdotes que los asisten jugándose la vida hacen de “enlace” entre ellos. Son transmisores de esperanza, dadores de paz, los que serenan el espíritu, ayudan a disolver el miedo… Son también aprendices de una fortaleza que emana de tantas personas abocadas a la muerte por este coronavirus que no respeta edad ni condición.
Los capellanes de algún modo asumen esa presencia añorada de los seres queridos y sin poder reemplazarlos porque es imposible, sanan y alivian las heridas de un corazón que parte dejando en esta orilla de la vida el mensaje de un bálsamo que esperan se traslade a los suyos. Son receptores y transmisores de esos ramilletes de emociones que casi congelan la respiración. Testigos de heroicidades, y a veces protagonistas de ellas porque jugándose la vida han elegido estar al lado del que sufre, son “ángeles” que custodian su último aliento. Es uno de los privilegios de su vocación.
Imaginémonos lo que ha de suponer el impacto que experimentará esa persona que vive porque otra se desprendió de su respirador, alguien que tal vez se halla en una cama o estancia contigua y a la que no podrá acercarse jamás… Hoy que no hay roce de la piel, con los ojos humedecidos por tantas situaciones que desbordan lo que hasta ahora conocimos, nos abrazamos todos más que nunca. Compartimos desde nuestros hogares las heridas de los demás.
Y ahora un apéndice. Hay quienes en estos días no comprenden que alguien que tiene fe haya tenido miedo a la muerte hallándose confinado en el hospital, que experimentase un estremecimiento ante ella. Aparte de que esta es una sociedad que no ha sido educada para afrontarla y que a los niños se les ha escondido o dulcificado la partida de seres cercanos narrándoles el hecho como si fuese un cuento, el resto de la vida quien más quien menos no ha dejado espacio para hablar de ello con naturalidad excepto cuando no hay más remedio. Y a lo mejor quien se sorprende de que en momentos tan graves como los que se viven afloren ciertas emociones de esta naturaleza ignora que Cristo mismo tembló en el Huerto de los Olivos. Reconocer la fragilidad nos hace más fuertes, más auténticos, más humanos. Y de eso justamente estamos necesitados. Piedad, misericordia que van unidas a la solidaridad orante y activa tendría que ser ahora nuestro alimento. Sigamos vinculados con fe y oración en esta cuaresma dolorosa, y dando gracias a Dios.