Cuesta mucho desprenderse de la esperanza, esa que ha suscitado en la sociedad española la pérdida de Julen. Más que empatía por el drama de sus padres, ha sido ese padecer-con ellos que nos ha mantenido en vilo. Cuesta guardar silencio ante el sufrimiento ajeno, lo único a lo que tenemos derecho cuando su acerado gatillo no nos apunta de forma directa. Sí, ya se que este inocente llegó a formar parte de nuestras vidas, que nos hemos despertado e ido a descansar con el íntimo y profundo anhelo de que se le encontrara pronto y con vida. Nos hemos resistido a dejar que se asentase en nuestra mente la idea que por desgracia han corroborado los hechos. Pero la realidad se impone. Cuando se apagan los focos que los medios han mantenido encendidos y el vértigo de las noticias que ansiosamente van y vienen relegando al olvido las anteriores de forma implacable, cuando la atención se dirija a otros puntos, los familiares del pequeño que han vivido esta búsqueda angustiosa sin dejar de alimentar la esperanza en medio de un duelo que no quería ser duelo, tendrán que aprender a vivir con el silencio que acompaña a la ausencia de un ser querido. Y ellos ya llevan dos pérdidas de lo que más se quiere en el mundo: sus hijos. Terrible su día a día hasta que puedan irse reponiendo, si es que ello es posible.
Duele ver cómo se ha vulnerado el código deontológico de medios de comunicación que han olvidado el fin de su labor, que no es otro que la persona tratada en su dignidad. Y así han acosado a los familiares y a esos profesionales admirables que han dado una lección insuperable de humanidad, de solidaridad, de tesón y generosidad. Su abnegación, respeto y prudencia debería hacer pensar a los que se han dedicado a generar inquietud, a sembrar las redes con fake news, y bulos diversos, permitiéndose la crítica fácil, la suposición, una información no contrastada teñida de morbosa impaciencia, y hasta a poner en duda lo que realmente ha sucedido sembrando presuposiciones de alta gravedad que de cumplirse la ética básica de la profesión tendrían que ser hasta punibles. No es la primera vez que eso ocurre en este país ante hechos de esta naturaleza. Una cosa es informar, y otra hacer espectáculo del dolor ajeno.
Sufrir y llorar con nuestro prójimo es otra cosa. Si la garganta de esa montaña engulló entre sus fauces a un pequeño dejando esa estela de impotencia que todos hemos vivido, al punto de seguir los acontecimientos como si fuera una película de terror, anhelando su pronto fin, con el profundo respeto que debe suscitar este drama lo único que cabe es rezar. Porque nunca como en estos instantes en los que el dolor sacude con tanta crudeza al ser humano, se experimenta la pequeñez, la indigencia, la consciencia clara, se tenga o no fe, de que algo sobrenatural debería intervenir por un final feliz porque nadie en este mundo puede lograrlo. Y justamente ahí radica esa conmoción ante este misterio que es el dolor. “¿Por qué a mí?” Ante esta pregunta, a la que en distintas ocasiones he contrapuesto: “¿Y por qué no a mí?”, enmudecen las palabras.
Igual hay quien piensa que Dios es el culpable del dolor. Estaría equivocado. Como Padre nos acompaña en él. Ocurren circunstancias en la vida, como esta, en las que interviene como responsable la mano del hombre. No olvidemos que ese Padre del cielo envió a su propio Hijo para redimirnos y lo hizo sufriendo y padeciendo inmensamente. No se le ahorró nada. Él también experimento sudor y sangre ante la muerte, lloró con los demás, se compadeció de ellos… El padre de Julen hubiera querido estar sepultado en el fatídico pozo en lugar de su hijo. Es un sentimiento común de los padres que no son desnaturalizados, claro está. Cualquiera de ellos lo suscribiría. Y quien así se expresaba es un ser humano. ¿Cómo se puede pensar entonces que Dios, la absoluta bondad, envía el dolor, que nos castiga, cuando somos hijos amadísimos suyos, creados por Él…? Que el sufrimiento no se entienda es comprensible; pero es que no puede analizarse desde un punto de vista racional. Dios Padre, aunque no se comprenda, precisamente tendrá debilidad por esos hijos que más padecen, como los padres de este niño. Igual que les sucede a quienes entre sus hijos tienen alguno más delicado, y ponen todas sus atenciones especialmente en él.
Ahora solo cabe hallar un sentido a lo que ha sucedido ante los ojos del mundo. Julen, que ha sido tan nuestro, ha puesto de manifiesto la grandeza del ser humano. Ha devuelto a muchos la confianza en la persona de la que si lo desea emana todo el bien, toda la belleza de la abnegación, la entrega sin paliativos, la urgencia y ternura por el débil… en suma, la salida de uno mismo para poner por encima de todo la necesidad del otro. Sí, el ser humano en su grandeza es inigualable. Julen, nuestro querido niño por el que hemos llorado, suplicado, respirado estos largos trece días, ya ha dejado escrito en el corazón de incontables seres humanos esa lección de caridad que como tal no hace distinción, ha derribado toda indiferencia, y ha creado en torno a su búsqueda una colegialidad extraordinaria. Ojalá el pozo engulla todo lo que separa al ser humano, y la solidaridad y la generosidad se instalen en esta sociedad que a veces parece tan perdida. Que estos valores y tantos otros que se han desplegado sean el santo y seña de cada día. Aprender a llorar con los demás, es una asignatura que le falta a este mundo, nos dice el papa Francisco. Julen lo ha conseguido. Descanse en paz.
Un inmenso abrazo a sus padres que tienen ya dos ángeles en el cielo, y gracias a los que han trabajado sin descanso superando tantas dificultades, con ese ánimo verdaderamente ejemplar. Seguimos orando por todos ellos.