Las críticas, los chismes han estado presentes en todos los tiempos. La continencia verbal es una virtud que se practica poco, y cuando la lengua se desata el daño puede ser irreversible. Pero no hace falta pronunciarse. También siendo pasivo se contribuye a mantener la maledicencia y se termina por justificarla como algo natural. Tal sucede cuando se alimenta la mente de cotilleos, presentes en el día a día a la vuelta de cualquier esquina, obviando esta realidad: la curiosidad que no se vence con el respeto y la discreción destruye. La ociosidad, el no ocuparse de las propias responsabilidades, es como una droga: termina por enganchar. Muchas habladurías son elucubraciones, no responden a la verdad; son infundios que hieren, un campo en el que no se debería pastar. Y aunque fueran ciertas, no se solventa nada con los dimes y diretes, que, además, Cristo censura. Reprendió a sus discípulos cuando se molestaron compartiendo su malestar porque dos de ellos le habían solicitado sentarse uno a la derecha y el otro a la izquierda, y es que las murmuraciones desunen.
El papa Francisco ha calificado de muy diversos modos el chismorreo recordando que hay personas que parece que se han licenciado en este grave vicio. Lo ha denominado: “terrorismo”, “carcoma corruptora que mata la vida de una comunidad”, “una peste peor que el coronavirus”, “veneno mortal”. Ha dicho que “destruye la paz” y “divide a la Iglesia”, entre otros. Son atentados directos contra la caridad que no tiene acepción de personas. El apóstol san Pablo ha dejado clara la reprobación de Dios a los chismosos, entre otros pecados, y cómo tiene en cuenta que quienes los practican aprueban esta misma conducta en los demás. El murmurador busca a quien sabe que acogerá sus enredos. Es una conducta reprochable llena de hipocresía porque el mismo que va con una patraña, en cuanto se dé la vuelta será objeto de otra por parte de su interlocutor.
Si el mal parece atraer más que el bien en este caso concreto es porque dar rienda suelta a los pensamientos negativos que otros inspiran no exige esfuerzo; lo contrario sí. Pero justamente esto es lo que edifica. Nunca se olvida el gesto de personas que guardaron silencio cuando pudieron haber levantado la voz porque se les acusó ignominiosamente; personas llenas de mansedumbre que alojaron en su corazón las afrentas; nadie supo de ellas. Ahí está el ejemplo de Teresa de Lisieux. Fue amasando su heroicidad en el amor en actos enormemente difíciles como este, pero posibles con la gracia de Dios. Habría dado al traste con ella si se hubiera acercado a otra de sus hermanas de comunidad para desahogarse, dejando la puerta abierta al enredo en críticas de unas y de otras. Como pasó por alto agravios, puso de relieve que no tenía apego a la fama, y aprovechó las bendiciones que Dios le otorgó actuando de forma heroica en toda circunstancia, es uno de los modelos de santidad que ofrece la Iglesia. Y no nos engañemos: este no es un lenguaje de otros tiempos. Es el del amor, simple y llanamente.
Responde el Papa a quienes se preguntan cómo pueden hacer para abandonar el pésimo hábito del chismorreo, diciendo: “Hay una medicina muy buena, muy buena: morderse la lengua. Les hará bien”.
Isabel Orellana Vilches