Dice Fernando Rielo: “Nada debe negarse a un ser humano que desee impartir un bien del cual se juzga poseedor. El bien no es un ente abstracto, es bien concreto”.
Al tratar la solidaridad se aprecia que tal reflexión rieliana apunta a una esfera mucho más amplia que ese gesto puntual que se realiza con migrantes refugiados, apátridas, perseguidos, enfermos…, o cualquier persona que precise una atención. El bien que está en nuestras manos ejercitar remite al interior de cada ser humano con la fuente inagotable de riqueza que puede ofrecer a los demás. Porque la solidaridad, tan en alza, es poliédrica. Tiene un campo de acción vastísimo y requiere una tensión hacia el amor indeclinable. No es de un día o de un instante. Ha de cuestionar lo que hacemos y pensamos. Remover los cimientos de nuestro quehacer. No ha lugar para las comodidades, rutinas o formas inamovibles de pensar y de vivir.
El artista sirio Nizar-Ali-Badr autor de singulares obras realizadas con piedras, ha mostrado a través de ellas la cruel agonía de esos compatriotas suyos de Alepo, condenados a vivir en doloroso e injusto éxodo. Las figuras traducen la necesidad imperiosa que todo ser humano tiene de sentir el abrazo fraterno y auténtico de otro congénere. Las piedras de las que está hecha esa familia elegida para ilustrar este artículo aparecen estrechamente vinculadas unas a otras como si quisieran fundirse en el dolor y el miedo, sin cerrar la puerta a la esperanza.
Si de verdad nos preocupa todo aquel que tenemos cerca, si nos importa lo que sea de él, si nos inquietan las circunstancias que le rodean, no podremos quedarnos impasibles. Por eso en el umbral de la solidaridad se halla quien se percata de lo que hay en su entorno; le interesa lo que ve y cuando advierte una necesidad no le da la espalda. Se preocupa, actúa en consecuencia, y no tiene más expectativa que ayudar a paliar una ínfima parte de esas carencias que aprecia, sabedor de que la primera persona que recibe un beneficio es quien se da a los demás. Todo acto solidario, como es sabido, es gratuito. Si estos parámetros elementales se cumplen se habrá abierto paso a la constancia que irá alimentando el compromiso inicial que se adquiere.
Todo esto envuelve un acto concreto. Pero en la cima de esta virtud moral se halla la persona con la recíproca donación entre el que se halla desnudo de afecto y privado de sus derechos elementales, y el que acude solícito a darse a ella. Es en la persona donde las cualidades mencionadas de la solidaridad, entre otras muchas, hallan su verdadera razón de ser. Se dan de forma natural porque anidan en lo más profundo. De unos y otros emana gratuidad; cada uno ofrece lo que posee.
Generalmente se aprecia una confusión entre la caridad y la generosidad quizá porque a la primera se la ha despojado de su cualidad como virtud teologal. Y aunque la solidaridad refiera al deber ético y social, que contribuye a una mayor justicia social, la caridad la engloba. La mayor grandeza no está en un acto de generosidad a través del cual se entrega algo material, o inmaterial como el tiempo; ello es loable y necesario, por supuesto. La cúspide se halla en no hurtar a otro el bien que gratuitamente se nos ha concedido, y eso implica la disposición a ofrecer hasta la propia vida, si es preciso. Es la máxima de la caridad y en ella, vuelvo a insistir, se subsume la solidaridad.