No hay mirada en el mundo que traspase las entrañas como la de Cristo. Que es Él quien nos elige es un hecho innegable en mi vida. Siempre sorprendente escoge el momento y lugares que, a veces, como en mi caso concreto, podrían considerarse inoportunos. Nos pone delante al apóstol idóneo para la particularidad que cada uno posea. Cuando escogió a sus primeros discípulos los extrajo de sus quehaceres y meditaciones: la ribera del mar, la higuera, la mesa de trabajo… A mí me cambió el pulso de la vida en los servicios de la Biblioteca Nacional donde ese septiembre de 1969 realizaba la prestación voluntaria del Servicio Social. En ese espacio íntimo, doméstico, recoleto, tan opuesto a un templo cualquiera, se hallaba una joven leyendo el Nuevo Testamento, edición de Nácar-Colunga. Habrían sobrepasado uno o dos minutos las 20:00 h. cuando me dirigía a asomarme al espejo (no había más necesidad, lo cual pone de manifiesto que Cristo, sin yo saberlo, me instó a entrar en ese lugar), cuando la vi de espaldas, reposados sus brazos sobre un pequeño e incómodo ventanuco, cercano al suelo, espacio que las obras de remodelación posteriores hicieron que desapareciese.
La conocía de vista. Era una joven sumamente atractiva, estudiante de medicina, poco mayor que yo, una de las contratadas en ese santuario del libro. Al verme entrar giró su cabeza y le pregunté directamente qué hacía. Dándose la vuelta con el Nuevo Testamento abierto respondió señalándolo: «Estoy leyendo esto. Me ayuda mucho». Nada más incorporarse por completo, dejando la tarea que traía entre manos, me espetó a la cara de forma rotunda, sin dudarlo: «¿Tú quieres ser santa?», pregunta que sin sorpresa alguna por mi parte obtuvo respuesta inmediata: un sí que me brotaba de dentro en medio de una indescriptible alegría. Me dio un abrazo entrañable y me invitó a tomar algo en la cafetería de la Biblioteca. No añadió nada más. Ni una palabra evangélica. Solamente en el bar me habló de una «chica» que me quería presentar. Era el decisivo y segundo apóstol que iba a tener en unos días.
Con esa explosión de júbilo por todo equipaje llegué a mi casa diciéndole a mi madre que había conocido a una chica «maravillosa». Ella, prudente, sabedora de que los Niños de Dios por esas fechas hacían estragos entre los jóvenes, únicamente me advirtió por si se trataba de una de sus componentes. No hubo más que decir. Saber que era una compañera de la Biblioteca fue suficiente. Cristo ya estaba haciendo su labor. Ni mi madre ni yo sospechamos que ese momento sería el que iba a dar un vuelco total a mi existencia. Tenía 17 años, una volcánica pasión, un idealismo anclado en la realidad, habiendo existido un pequeño hueco para el amor juvenil, una joven decidida y moderna de la época que tuvo la intuición de que algo grande había sucedido aquélla tarde sin poder darle entonces el alcance que ya tenía. Porque si no hubiera perseverado, si no me hubiese aferrado a la gracia, ese episodio no habría tenido relevancia alguna. Cuando algo te cambia la vida jamás se olvidan los detalles. Yo, como los primeros apóstoles, tuve mi hora exacta, esa que permanece viva en el corazón mientras late, inmensa gracia, «tren de las cinco» que no debe dejarse pasar.
Llegada la fecha oportuna aguardé pacientemente a que apareciese esa «chica», nuevo apóstol que Cristo me ponía delante, en la cafetería Manila de la calle Génova, ya clausurada. Creo que ese día, entre las miradas más o menos furtivas que me dirigían algunos de los caballeros que estaban sentados en la barra, miradas que me incomodaban, comenzó el camino de mi perseverancia. Porque Gloria, que así se llamaba ese primer apóstol, que fue puente para que me convirtiera en misionera idente, no pudo acompañarme en esa crucial ocasión, y aguardé durante una hora y tres cuartos a una desconocida sin que en ningún instante se quebrara mi voluntad ni pasase por mi mente la idea de marcharme. Preguntaba a quienes iban entrando pensando que alguna de esas personas podría ser. No fue una, sino tres jóvenes las que entraron de sopetón en la cafetería, entre ellas, la «chica»: Esperanza. Un auténtico torrente de pasión, un ímpetu apostólico admirable que no podía dejarme indiferente cuando nos habló a todas en el sótano de la cafetería Santander de Madrid, sita en la plaza de Alonso Martínez (cerrada este verano), a unos metros de aquella cafetería Manila en la que estuve esperándola.
Ajena a la tenue iluminación de la estancia, y al devaneo de las parejas que allí se daban cita, la palabra de Cristo se abría poderosamente ante mí con la fuerza de un ciclón a través de Esperanza que casi lindaba en la treintena. No tuve duda alguna. Quería ser como ella. Aún tenía que enamorarme de Cristo, lo cual no tardó en suceder. Pero en ese primer instante supremo, único e inolvidable, supe lo que deseaba fuese mi vida.
Indiscutiblemente, los preámbulos de este itinerario espiritual fueron cuidadosamente trazados por mis padres. Sevillanos nacidos en Montellano, creyentes comprometidos con la Iglesia, desde niña me donaron este incomparable legado de la fe marcándome con su ejemplo. Nunca se opusieron a mi decisión de seguir a Cristo. Él, que se fue al cielo tempranamente, dejó en mí el rastro de su gran devoción mariana. Se alegró y brindó con gozo cuando anuncié en casa que mi consagración sería plena. «Has escogido el mejor esposo del mundo. Sele siempre fiel porque Él lo será», fueron sus palabras. Mi madre, singularmente devota de san José, que fue misionera idente, y que no ha mucho voló a los brazos del Padre siendo nonagenaria, me ha acompañado en este recorrido apostólico en todo momento. Jamás agradeceré a Dios suficientemente que me diera unos padres que nunca fueron escollo para mi vocación.
Todo lo que ha acontecido, mirando retrospectivamente a estos cincuenta años, ha sido fruto del milagro cotidiano, de la oración y el cariño de tantas personas que han ido marcando mi quehacer. Han transcurrido como un suspiro. Son compendio de una maravillosa aventura, un sueño del que nunca he querido despertar cuya materialización debo a la misericordia y a la gracia divinas, junto al aliento e incesante tutela de mi Padre Fundador Fernando Rielo, y de todos los que me han ido formando y acompañando durante estas décadas: el Presidente, la Superiora General, las hermanas de mi Fundador, también misioneras, y otras muchas hermanas y hermanos, especialmente aquellos con los que he ido conviviendo en las distintas misiones que me han encomendado y que han tenido como único escenario la geografía española. Todos, en conjunto, me han ido alentando a seguir en pos de la unión con la Santísima Trinidad.
Doy gracias porque no tuve miedo de seguir a Cristo y le entregué mi futuro sin vacilar. Porque con todas mis flaquezas creí en Él, soñé y sigo haciéndolo con llegar al culmen de mi vida habiendo alcanzado la santidad. Esa fue la pregunta inicial que me hizo a través de Gloria y a la que intento dar respuesta día a día. Gloria y Esperanza, intrépidos apóstoles, orientaron mis primeros pasos. Una condensando en su nombre de pila la gloria que aguarda a quienes son fieles en el seguimiento; la segunda apuntando a esa virtud teologal que junto con la fe y la caridad debían ser las brújulas de mi existencia. Un «cree y espera», lema de la Institución idente a la que pertenezco, que cincela el umbral de mi vida. Que Dios Padre les bendiga a todos. Mi petición como la del Santo Padre no es otra que: «recen por mí». Gracias de corazón.