La expresión discernir está presente en la vida en muchas ocasiones aunque nos pase desapercibida. No es fácil detectar lo que conviene porque no se pueden adquirir seguridades plenas en este mundo de nada ni de nadie. Y eso es lo que parece que a veces se persigue cuando se alude a esta necesidad de aclararse respecto a decisiones que deberían tomarse. Elijo aquí un caso bien concreto: el de la vocación a la vida religiosa. Y es que tratándose de un don, con expresión propia e inequívoca para este ámbito singular, da la impresión de que muchas veces se le esquiva. Hay quienes al examinar carismas de realidades eclesiales lo que parecen perseguir es estar absolutamente convencidos de la dirección que han de dar a su vida. La experiencia dicta que si la búsqueda se hace sin auténtica oración, sin clara determinación a seguir a Cristo, caso de que se halla experimentado la llamada, si no hay una apertura previa del corazón y espíritu de ofrenda, se termina navegando sin rumbo fijo, y se deja pasar ese metafórico tren de las cinco que posiblemente ya no regrese más.
A una reflexión le sigue una decisión. A veces hay vocaciones que se malogran porque no se dio el sí con mayúsculas a ese anhelo que pudo surgir interiormente como un simple destello. Fue pasando el tiempo sin hallar un imposible, salvo excepciones, como es saber a ciencia cierta el lugar que Dios ha elegido para entregarle la vida, por lo cual todo queda en la estacada.
¿Cuál es entonces el límite de este discernimiento que persigue a toda costa visualizar lo que se ha de hacer? Evidentemente la fe. Esa “garantía de lo que se espera; prueba de las realidades que no se ven”, como dice el evangelio (Heb 11, 1), que apunta más alto y confiadamente en que todo lo que sucede en la existencia es voluntad divina que precisa nuestro concurso para materializarse sin certezas definitivas. Bueno es asegurarse hasta donde es posible del bien que puede proporcionar aquello que se tenga entre manos, y hacerlo con sosiego tomándose el tiempo que cada uno requiera para adentrarse en esa clase de experiencias vitales, pero hay un momento en que la única luz es la fe, luz a la que siempre habrá que recurrir porque la vía espiritual así lo demanda, con lo cual hay que dar un salto en el vacío, si así puede decirse, ya desde el principio. No es nada extraño. De algún modo eso es lo que se hace cuando se emprende un proyecto de vida con otra persona. Después, si debía haberse elegido otro camino, no hay problema: Cristo lo marcará. Así lo hecho con los santos.
Si no lo han leído, me permito recomendar el documento elaborado en la XVI asamblea general ordinaria por el sínodo de obispos: ‘Los jóvenes, la fe y el discernimiento vocacional’.