Tenemos un inmenso don del que a veces no somos conscientes, gracia que Dios ha puesto en nuestras manos para que, unidos a Cristo (el Catecismo 618, deja claro que podemos ser corredentores con Él), podamos ayudar a nuestros semejantes a conquistar las más altas cotas del amor al que estamos llamados, al tiempo que vamos creciendo en él.
Exige por nuestra parte atención, delicadeza, altas dosis de generosidad y una preocupación por quienes nos rodean que nos lleva a cuidarlos con ternura, en aras de la caridad, dispuestos al perdón, abiertos a la compasión y a la paciencia, conscientes de nuestra gran indigencia. Una dedicación de tal naturaleza que extrae de nuestro interior lo mejor, lo más noble, lo más bello, nos insta a no ser inductores de los errores de los demás; allanarles el camino de la virtud dejando morir a conciencia esos girones del alma que agrietan la convivencia, sin pedir nada a cambio. Redimir es dar la vida por el otro. Cubriéndole con amor se le libera.
Naturalmente nada de ello puede hacerse sin la gracia. En la vida de los santos hay innumerables testimonios que muestran cómo doblegaron esas tendencias que les dominaban ya que de no haberlas purificado se habrían convertido en piedra de tropiezo para quienes les rodeaban. En Rm, 9-21 tenemos las claves de una espiritualidad que transforma. Si vivimos lo que se nos ofrece —amando “cordialmente”, estimando en más que a nosotros mismos a los demás, yendo hacia ellos “con un celo sin negligencia”, alegres y esperanzados, perseverando en la oración, siendo hospitalarios, compartiendo alegrías con los que están felices y sumando nuestras lágrimas a las de quienes sufren, yendo por la vida bendiciendo especialmente a aquellos de los cuales no recibimos aprecio, sin acepción de personas, humildes y compasivos, “sin devolver a nadie mal por mal”, huyendo de los resentimientos que alimentan venganzas, y tratando de hacer el bien que sea posible— seremos dadores de paz y, por tanto, nunca culpables de haber apartado del buen sendero a cualquiera de nuestros hermanos. El texto evangélico lo deja claro. Incluso aludiendo a los enemigos advierte que haciéndoles el bien, amontonaremos “ascuas sobre su cabeza”. Así se vence al mal. Así se redime.