La elegancia en cuanto “rasgo que caracteriza a una persona”, que tal recoge su definición entre otras connotaciones, debería ser el distintivo de un creyente. Siendo que se nos ha otorgado nada menos que el ser “testigos” ante el mundo, y que se nos reconocerá como discípulos de Cristo por el amor que nos dispensemos unos a otros, convendría tomar como exigencia cuidar al extremo las formas y gestos tanto verbales como no verbales cuando nos dirigimos a los demás.
En esta elegancia como virtud se anima a tener como buena base la educación, y desde este umbral, enriquecido por el evangelio, actuar con humildad y paciencia, con respeto y delicadeza, con palpable comprensión y piedad, entre otras virtudes, aunque nuestro prójimo nos haya tratado de manera distinta. La persona elegante evangélicamente hablando no se justifica, sabe pedir perdón, reconoce por tanto sus errores, responde con amabilidad, quiere crear espacios de encuentro, guarda silencio y actúa con prudencia buscando siempre no exasperar a nadie. Es lúcida en sus juicios que expone con templanza, huye de ese afán de sacar las cosas de quicio, nunca alimenta resentimientos.
Se es elegante en la renuncia porque el amor a Cristo conduce a mirar la cruz, lo cual constituye un impedimento para alimentar quejas internas acerca de cuánto es lo que se le da. Que una madre jamás pasa la factura a sus hijos por quienes siempre está dando su vida. Esa elegancia en el seguimiento se traduce en llevar la cruz detrás, sin autocompasiones, sin molestias… sabiéndose acreedor de una inmensa gracia. A fin de cuentas Cristo la sigue cargando con cada uno de nosotros. La cruz es misión, no opción, como ya dijera Benedicto XVI en 2008; Es la “cumbre del amor” (Benedicto XVI, 2012). Y desde esa cúspide lo que se da no puede ser tasado nunca. La mano izquierda nunca ha de saber lo que entrega la derecha.
La elegancia de un discípulo en su día a día le enseña a saber resistir ante las tentaciones, recordar que frente a ese mundo que le incita a replicar en los mismos términos combativos que recibe, el único combate que cabe en su vida es una victoriosa huida a tiempo sin censuras, sin reproches, simplemente porque su mente, su corazón, todo su ser están puestos en hacerse ascua de amor con la gracia de Cristo.
La conciencia limpia de exabruptos y descalificaciones es un buen atuendo para descansar; una fórmula extraordinaria para la salud. Como nadie sabemos en qué momento seremos llamados por el Padre para ir a su seno, terminemos el día felices y agradecidos por no habernos bajado de la cruz aunque fuera unos minutos dejando que nuestros hermanos se pierdan desedificados por frágil conducta. Pensemos en las consecuencias de toda falta de caridad. Decía Fernando Rielo, fundador de los misioneros identes, que “aunque se pida perdón, el daño ya ha sido causado”.
Isabel Orellana Vilches