Cristo jamás abrió la veda para criticar. El frontispicio de la caridad fue claramente establecido por Él que lo sintetizó poniendo sobre el tapete:
- Que la caridad es el mandamiento más excelso.
- Que hemos de amarnos con Él nos amó.
3.. Qué amemos a los demás como a nosotros mismos.
No es mi intención abundar en estas notas esenciales del amor que han hecho correr ríos de tinta durante siglos. Pero conviene recordarlas para no olvidar que quienes nos declaramos católicos debemos tenerlas en cuenta, como sucede con tantos matices del mismo que se hallan en el evangelio. En él se indica que quien juzga, a su vez será juzgado; que no estemos fijándonos en la paja del ojo ajeno pasando por alto la gran viga que tenemos en el nuestro; que de toda palabra ociosa tendremos que dar cuenta, que acojamos a los demás como son, siendo pacientes y misericordiosos; que oremos unos por otros…, y un sinfín de recomendaciones destinadas a cada uno de los seres humanos, sin excepción.
A todo ello habría que sumar la obediencia y el respeto, entre tantas virtudes. Y digo todo esto queriendo salir al paso de los ataques que viene sufriendo el papa Francisco. Un pontífice aclamado por las multitudes, que muchos compararon con Benedicto XVI al que habían zaherido con innumerables críticas. Lo más triste es que los dardos proceden de dentro de la Iglesia. Lo preocupante es que bajo la libertad de expresión, y olvidando qué significa el Vicario de Cristo en la tierra, algunas personas que se declaran católicas, aprovechan los medios utilizando plataformas para lanzar a los cuatro vientos proclamas incendiarias contra el Papa. Todo ello bajo el juicio particular de cada cual, olvidando que hasta en el ámbito civil es imposible contentar a todos, y lo que es más importante, que hay un Espíritu Santo que vela y depura cuanto convenga a la Iglesia sin necesidad de contar con la opinión de nadie.
¡Qué falta de visión, de piedad, de gratitud, qué doloroso es ver cómo se apuesta por la rebeldía, la desunión, la ruptura! Nada de eso procede de Dios. Con tales soflamas se le hace la cama al innombrable, que es el que está detrás de todo, sabedor de que un reino desunido no es un reino. Ya Pablo VI apuntó al humo del demonio diciendo que había entrado en la Iglesia.
Humanamente, cuando alguien provoca disgusto brota la impaciencia. Hay que conseguir como sea que quien importuna desaparezca de la vista. Claro que cuando en su lugar viene otro, se le vuelve a machacar. Es lo que se hizo con el papa Francisco. Fue acogido calurosamente por todos, incluidos los que detestaban a Benedicto XVI. Pero pronto comenzó a ser criticado por su forma de vida, sus palabras, sus decisiones… Y de repente hasta los reaccionarios vuelven la vista atrás: en la Iglesia todo es intocable. No se dan cuenta de la valentía y autenticidad de un Papa que se ha visto obligado a enfrentarse a hechos recientes de alta gravedad, y a un pasado con pésimos hábitos que había que erradicar. Es su momento histórico: le ha tocado a él. No se recurra a supuestas tendencias ideológico políticas suyas que le instan a actuar como lo hace. Es el Espíritu Santo quien inspira a la Iglesia, una voz que él escucha, naturalmente.
A la vista está que todo lo que hace y dice viene guiado por su oración exclusivamente. La virtud se aprecia en las distancias cortas. Y lo que rezuma su persona revela lo que está en su corazón. Sabe de las cavernas de la Iglesia, conoce los entresijos de la vida religiosa, no viene del fin del mundo. Ha recorrido suburbios, y se ha asomado al corazón de los débiles, los desposeídos, y maltratados desde hace décadas. Como un padre recorre los kilómetros que sean precisos para abrazar a quienes fueron atacados por miembros de la Iglesia o sometidos por los poderes de la tierra, y, si es el caso, les pide perdón. No le importa su edad, ni las deficiencias físicas, y siendo, como es, el más influyente del mundo no persigue ninguna gloria. Se expresa con sencillez y profundidad porque encarna en sí mismo el evangelio, aunque tenga también sus defectos, algo que humildemente reconoce.
Estamos ante el Vicario de Cristo. No es una estrella del rock, ni un estratega político. Su misión es recordarnos a todos que hemos de vivir el evangelio, nada más y nada menos. Y si hay cloacas dentro de la Iglesia que han de sanearse, lo está haciendo. Solamente con eso ya tendría bastante. Tiene sobre sus hombros una misión harto difícil y delicada que desde luego conmueve los corazones de quienes tienen una mínima sensibilidad.
Cristo nunca estableció comparaciones entre los discípulos. ¿Por qué hemos de comparar a Francisco con sus antecesores? Si nos hundimos en la historia reciente veremos cuántas críticas aún reciben Pío XII, Juan XXIII, Pablo VI, Juan Pablo II y Benedicto XVI. Siempre bajo el prisma reticular de cada uno, lejos de la oración, incendiando un ambiente enrarecido que precisamente necesita un líder auténtico, alguien que nos lleve de la mano, que nos acompañe en un itinerario de alegría, de misericordia, de perdón.
¡Qué lástima que no se abogue por la oración, la gratitud, la ayuda…! La Iglesia, Institución fundada por Cristo, ha demostrado que ningún ensañamiento por grave que haya sido ha podido derrocarla. Así será hasta el fin de los tiempos. Es un consuelo. Entre tanto, oremos por el Papa Francisco y démosle gracias porque no tiene dónde reclinar su cabeza. Démosle gracias por desgastarse por amor a Cristo y a la Iglesia, y en bien de cada uno de nosotros.
Isabel Orellana Vilches