A punto de culminar este 2020, fechas en las que se prodigan balances de lo que ha sido y lo que deja atrás, es unánime señalarlo como el año del COVID, del confinamiento, de la incertidumbre, la sorpresa ante lo desconocido, el pavor ante una tragedia que no se supo prever ni frenar. Indudablemente ha marcado un antes y un después en la vida de todos. Nos ha mostrado a dónde conduce el olvido de un Creador que nos sostiene, la soberbia de quien se cree capaz de todo, el desdén por el bien de la existencia, la impotencia al ver tanto dolor y la imposibilidad de mantener a resguardo la salud de los seres queridos, el llanto ante el desfile interminable de féretros y una economía cada vez más escuálida que no aventura más que miseria sobre la que ya había, además de poner sobre el tapete la responsabilidad que tenemos unos hacia otros, ya que en gran medida depende de cada uno el decurso que van teniendo los acontecimientos.
Han sido, mal que nos pese, 365 apretados días en los que hemos aprendido de golpe lo que cuesta vivir y lo poco que se tarda en enfermar y en morir. También lo difícil que es para muchos perseverar en los buenos propósitos, esos que se airearon en los balcones, pero que muy pronto se olvidaron para retomar irresponsablemente el pulso de ciertas costumbres festivas que han incidido negativamente en la sociedad. La solidaridad se mide por la prudencia y el cuidado de los que tenemos cerca y lejos, los que nos han precedido y alumbran con sus canas la historia y los que un día formarán parte de ese admirable colectivo que se ha ido, y que lo dio todo por sus hijos en medio de grandes dificultades y carencias.
En la retina del mundo, que es como un ojo ciclópeo que abarca los recodos de la tierra, se recordará siempre la entrega y sacrificio de los sanitarios y de quienes desde sus humildes y ocultos espacios sembraron de esperanza todas las calles y caminos con su generosidad y heroico sacrificio. A todos ellos gracias.
Decía Séneca en su magnífica obra Cartas a Lucilio: «Es propio de un corazón inhumano olvidarse de los suyos y enterrar junto con el cuerpo su memoria, llorarlos a lágrima viva y ahorrarse el recuerdo. Así quieren a sus hijos las aves y las fieras, el amor de los cuales es contenido y violento y casi rabioso, pero en los que, en cuanto los han perdido, se extingue totalmente. Esto es indigno del hombre prudente, en el cual el recuerdo tiene que ser perseverante y breve la lamentación». Valga esta autorizadísima reflexión para acoger este 2021 que aguardamos con renovada esperanza soñando con que el drama termine y se reconstruya lo mejor posible cuanto ha sido dañado, agradecidos por la vida que tenemos, y aprovechando lo que atrás quedó para aprender a ser más humanos en adelante, con el claro sesgo que tiene desde la fe: el modelo que Cristo nos da en el evangelio. Y no olvidemos el papel de cada cual en una existencia que tiene fecha de caducidad y en la que lo único que perdurará es el bien que hayamos sembrado: «Lo que haces por ti se desvanece cuando mueres. Lo que haces por el resto conforma tu legado» (Kalu Ndukwe Kalu).
¡Muy Feliz Año 2021!
Isabel Orellana Vilches