No existe límite alguno en la entrega verdadera. Toda misión apostólica incluye la ofrenda de la vida, y no en sentido metafórico. La posibilidad de derramar la sangre está implícita en ella: «Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos» (Jn. 15,13) sentenció Cristo.
Hace unos días la hermana Ann Nu Thawng, religiosa de la Orden de San Francisco Javier, en una castigada Myanmar por efectos del golpe de Estado, mostraba al mundo entero la autenticidad de su vocación, su valor y fortaleza, esa fe evangélica que mueve montañas haciendo retroceder a los policías que estaban dispuestos a abalanzarse sobre un enjambre de ciudadanos birmanos que pedían se respetasen sus derechos. La humilde religiosa en una muestra del poder de Dios en ella y sin contener su aflicción, que vertió incontenibles lágrimas, se postró de hinojos frente a las fuerzas de seguridad orando, suplicando por la vida de sus hermanos. Claramente expuso su disposición al supremo sacrificio: «En el nombre de Dios, perdonad la vida de esos jóvenes. Tomad la mía».
Los militares debieron quedar tan impactados por el gesto de esta heroína de la caridad, que además de no empuñar las armas golpeando a los manifestantes, propiciaron sin proponérselo que la valiente monja pudiera abrir las puertas de su convento a unas cien personas, amén de curar al casi medio centenar de heridos en el dispensario y clínica que dirigen.
Tal gesta, extraordinaria desde todos los puntos de vista, pone de manifiesto la rotunda vitalidad del Evangelio, factible en la vida de quien se lo proponga. El amor genuino no tiene cotas. La presencia de Dios en la mente de la hermana Ann logró el milagro de quebrar la voluntad de los policías evitando una auténtica masacre. Ella no persiguió su muerte irresponsablemente; se puso a merced de los disparos para rescatar a otros: «No disparéis, no matéis a gente inocente. Si queréis, golpeadme». Es el corazón, impulsado por la caridad que urge, quien sustituye a cualquier idea previa que surja en la mente tratando de disuadirnos en la entrega. La religiosa birmana estaba lejos de sí misma. Solo su amor al prójimo, el horror ante el inútil derramamiento de sangre inocente que se preveía, le hizo actuar sin dar tiempo a reaccionar a nadie, movida por la gracia a la que ya estaba fuertemente aferrada. Es lo que hizo de ella un heraldo de paz. Era el fruto de su oración continua. Esta religiosa alimentada por la Eucaristía está haciendo vida en sí misma la Palabra de Dios. No cabe buscar otra explicación.
¿Podríamos nosotros actuar como ella? Desde luego. Ya dice el Evangelio que cuando tengamos que hablar se pondrán en nuestros labios las palabras que hemos de decir. En la hermana Ann fueron fundamentalmente oración y lágrimas. Su ofrenda mostraba la abundancia de su corazón; de él habló su boca. Y respecto a la entrega de la vida en grado heroico, llegado el caso no faltaría la gracia, como a todos los mártires. No existiría una llamada universal a la santidad si no estuviéramos capacitados constitutivamente para ello. Contamos con la garantía del mismo Cristo que derramó su sangre por cada uno de nosotros, único y supremo modelo de nuestra vida que nos acompaña y nos asiste. Y, como sabemos, la santidad se logra en los gestos cotidianos de mayor o menor calado que han de estar rubricados por la máxima cima del amor como ha hecho esta religiosa. No lo olvidemos.
Isabel Orellana Vilches