El ser humano tiende a cubrir su desnudez entendiendo ésta como el cúmulo de tendencias personales que a él mismo desagradan. Cuesta admitir un modo de ser que no proporciona paz ni a uno ni a los demás. Ya en la infancia se suele buscar un parapeto para justificar formas de comportamiento que no fueron adecuadas. Saberse el centro de miradas, una diana sobre la que recaen los juicios ajenos, por mucho que provengan del seno de la familia, o bien de amigos y de compañeros es molesto. Pesa la fama, el querer aparentar lo que no se es, trasladar a otros el engaño en el que se ha envuelto la propia conducta, y no siempre se sabe responder convenientemente. La verdad, la realidad de un suceso concreto se lanza por esas oscuras alcantarillas de la mentira con objeto de preservar la imagen.
Lo ordinario es experimentar un cierto escozor ante una reprimenda, reproche u advertencia a pesar de que sea cierto el hecho que los ha generado. Y de ese resquemor brota como un resorte la negación. Esa de la que los niños saben tanto: “yo no he sido”, respuesta-protesta que continúa en el estado adulto con las variantes pertinentes.
Lo extraordinario, lo heroico, es guardar silencio a sabiendas de que no se es culpable de aquello que otro imputa. Y esa es una de las grandes lecciones de la sublime doctora Teresa de Lisieux. En el Diario de un alma muestra la reciedumbre de un espíritu guiado únicamente por el amor a Dios y al prójimo, realzado en gestos cotidianos que tuvo que afrontar en el convento. Es tentador advertir a quien acusa de su gran equivocación cuando uno se sabe inocente. Ella no lo hizo ni siquiera cuando una hermana la señaló como culpable de un hecho doméstico trasladándole la responsabilidad que no vivió. Eso era lo fácil: imputar a otra para esquivar la corrección. Una flaqueza en la que incurrió la religiosa sin lograr que la falsedad que atribuía a la santa de Lisieux deviniera en un entrecruce de recriminaciones.
La historia ha juzgado la grandeza de Teresa en los actos diarios que aderezó con inmensa caridad interna y externa, como el aludido, sabiendo hacer de la huida su victoria. Era consciente de su debilidad y del riesgo que podía correr dejándose seducir por el maligno. Esta huida no era una forma de escape, sino de encuentro auténtico con el otro al que de ningún modo quiso dañar, de abrazo indecible a Dios.
El caminito de la perfección, ese ascensor que ella tomó para llegar directamente al cielo, está amasado de momentos cotidianos que todos estamos llamados a vivir y que van marcados con el signo de lo heroico. La caridad es así.