«Nacer inocente es lo natural, pero morir puro de corazón es un don», le dice George Melton (el actor Harry Carey) a sus amigos, coprotagonistas Chadwick y O’Brien en el film «Dulce evocación» (Beyond tomorrow) de 1940. Y no le falta razón a la guionista Adele Comandini. Inocencia y pureza de corazón son dos virtudes prácticamente equivalentes. Sin embargo encierran matices que no son difíciles de adivinar. Venimos a este mundo adornados con alegría, bondad, paz, ilusión, sorpresa, capacidad de asombro, sana curiosidad… Con una mirada que trasluce cuán bella es la inocencia porque está en las antípodas de la malicia, del cálculo humano que poco a poco puede irse apoderando de la vida.
Un niño, ignorante del mal, como sucede en la primera etapa de la existencia, actúa con una espontaneidad que no tendría por qué dañar a otros. Y es que, como dice Fernando Rielo «el niño no tiene prudencia porque es inocente». Hay ingenuidad en sus gestos, sí, pero también mucha nobleza. Por eso confiesan sus travesuras y se avienen a pedir perdón. La ternura y la generosidad le acompañan. Pero la inocencia es frágil, y de ahí que caiga herida tan fácilmente. No solo porque ajenos al peligro los niños no son precavidos y pueden sufrir de diversas formas. También porque es una virtud que se desdibuja, pierde su brillo e incluso puede desaparecer de un plumazo cuando alguien al lado de un pequeño obra con grave iniquidad; lo contamina, le arrebata ese tesoro sin par. Después, la vida se encargará de asestarle nuevos golpes. En efecto. El «ser» inocente, que nada tiene que ver con la puerilidad, no se mantiene nunca intacto porque ciertas vivencias van marcando un itinerario que tiñe esa cualidad primera con las experiencias que son negativas.
A su vez, la pureza de corazón, estando estrechamente ligada a la inocencia, es tener limpia la intención porque no es lo externo lo que daña al ser humano, sino lo que brota de su interior. Benedicto XVI afirma que «la pureza del corazón es lo que nos permite ver» o como dice también el CIC: «La pureza de corazón es el preámbulo de la visión». Cuenta E. Leclerc que en una ocasión «san Francisco le preguntó a fray León, abrumado por la tristeza: —¿Sabes tú, hermano, lo que es la pureza de corazón? — Es no tener ninguna falta que reprocharse —contestó León sin dudarlo». Pero esta pretensión no se cumple tan fácilmente. Forma parte del itinerario espiritual; es un anhelo de que quien se propone alcanzar a Dios. Se logra con la oración constante; se alimenta de la humildad y el ayuno de las pasiones. Requiere esfuerzo, paciencia, determinación en el afán de irse haciendo con ella. La lectura de la Palabra y la Eucaristía son, junto a la continua presencia de Dios, las columnas que la sostienen.
Mantener limpia la mente de toda ruindad es posible con la gracia divina. Hay que liberar el corazón de los obstáculos que impiden la transparencia de vida. Cuando se concibe el bien, este es el que se siembra. San Pablo se gloriaba en su debilidad. Extrajo de ella el néctar de su flaqueza ya que todo su ser estaba puesto en el Altísimo. Con este espíritu la conciencia de indigencia y su aceptación allana el camino a la pureza de corazón. Los bienaventurados por ser limpios de corazón verán a Dios. Que nada emponzoñe el don que hemos recibido. Que no se enturbie nuestra mirada al punto que nos impida ver la verdad, la bondad y la belleza que nos rodea.
Isabel Orellana Vilches