Llevaba ocho años luchando contra una leucemia linfoblástica cuando a través de una de las redes sociales supe de su existencia. Su familia, y él mismo, habían impulsado una cadena de oración a la que poco a poco se fueron sumando personas de distintas nacionalidades. El enlace era un sacerdote de una parroquia de Valencia y a través de él casi a diario íbamos sabiendo el drama cotidiano de Jorge, un joven sensible, inteligente, creativo, lleno de esperanza y alegría, con una admirable fortaleza asentada en una fe edificante.
Así se fue introduciendo en el hogar y en el corazón de todos los que lo fuimos sintiendo como alguien de nuestra familia, porque la oración es la memoria por antonomasia en la que se mantiene vivo el amor por los demás sea con súplica o acción de gracias, y era lo que nos aglutinaba a todos en torno a él. Las redes vibran ante el dolor, máxime cuando se tiene la impresión de que quien lo padece enarbola una luz en medio de estremecedoras tinieblas. Jorge, que tan descarnadamente sufrió, como hemos ido constatando día tras día, jamás perdió la sonrisa, tuvo presente a Dios como Padre que acompaña a sus dilectos hijos en los padecimientos, y derrochó gratitud hacia Él porque con ellos había puesto a rezar a infinidad de personas.
Quienes hemos ido conociendo los detalles de sus crudos y constantes tratamientos, la grave repercusión que tenían en un organismo harto castigado por tantas pruebas que no han cesado hasta los últimos días de su vida, aprendimos a valorar la grandeza de un alma inocente y noble, que se estaba doctorando en el dolor con la profunda convicción de que iría directamente al cielo, si esa era la voluntad divina, que él siempre estuvo presto a asumirla. “De mayor quiero ser un niño. Cuando no ganas, aprendes”, había escrito en su perfil de twitter. ¡Y vaya si aprendió!
La sublime tesis que ha dejado escrita se halla entrelazada en esos mensajes que iba lanzando a los cuatro vientos desde esa habitación a la que había denominado “suite”, haciendo que su creatividad impregnara ese escenario en el que le tocó pasar más de la mitad de su vida: las cuatro paredes de un hospital. Qué enorme ha sido en su valoración de la existencia cuando ha estado dispuesto a donarla por los demás. Que inmensa generosidad la de este valenciano que fue creciendo espiritualmente mientras mermaba físicamente sin dejar de conmover a los suyos y a quienes le han conocido a través de las redes sociales. Qué manera tan sublime de aprovechar el tiempo yendo a los centros docentes para compartir su gozo en medio de la tragedia, de infundir ánimo a todos, de huir de la autocompasión, de comprender que ser instrumento de Dios en medio de su calvario era una gracia que había recibido, de mostrar cómo se puede asumir el dolor con la serenidad dibujada en el rostro, sin rastro de acritud y de reproches por una vida que se le arrancaba a girones; en sus labios tan solo palabras de amor: “Le diría a Dios que le quiero con locura, le doy gracias de todo lo que me ha dado y le pido que me ayude a ser mejor”. “Me encantaría que a través de mi enfermedad la gente se acercara a Dios”. Mientras iba desdibujándose en la tierra, su fe crecía.
María de la que fue devoto se lo ha llevado el pasado 29 de febrero, sábado, día dedicado a Ella. Tenía 24 años. ¡Cómo dudar de que se ha ganado ese cielo que soñó! Han sido diez años de titánica lucha contra esa fiera que finalmente ha segado su vida. Sin embargo, de él bien puede decirse que no ha muerto; continúa vivo porque con su tránsito ha encendido una candela que ya no se apagará jamás y su imborrable testimonio ha quedado tatuado en el corazón de infinidad de personas. Por fin descansas en paz, querido Jorge. Un inmenso abrazo.
Isabel Orellana Vilches