En incontables ocasiones las redes sociales, como tribunal implacable, se asoman a la ventana de cualquier vida para masacrarla y, tal vez, al menos una porción de nuestro rostro lo haga también. Si fuese este el caso hemos de saber que tenemos mucho en común con los acusadores de la adúltera del Evangelio ante la cual hubieron de reconocer el foso de malicia que anidaba en sus corazones. «El que esté libre de pecado que tire la primera piedra» (Jn 8, 7) los dejó repentinamente enmudecidos.
No ha existido nadie en el mundo que sea absolutamente inocente, excepto el Hijo de Dios. Someter a nuestros congéneres a público juicio revestido de brea, cuya mancha puede que nunca se logre borrar, es un gravísimo atropello que se efectúa impunemente en medio de la algarabía y la ignorancia de una muchedumbre pendenciera, inmisericorde y en exceso desocupada, que ha olvidado su frágil condición. Y es que aunque uno se arrogue estar en posesión de la verdad, si se le ocurre festejar la candidez que presupone en sí mismo lanzándola a los cuatro vientos, mientras ataca la conducta ajena ya ha supuesto demasiado sobre su persona porque el hecho mismo de censurar a otros pone al descubierto su estofa. Además, cualquiera puede convertirse en ídolo caído por alguna tendencia, flaqueza, desliz… llamémosle como queramos, y a menos que haya humildad y verdaderos deseos de cambio, no le gustará admitir sus debilidades, y menos aún que otros las aireen.
Cuánta razón tenía san Agustín al decir: «Todo el que no quiere ver sus pecados, se los echa a la espalda, y los pecados ajenos los pone muy a la vista; no por diligencia, sino por envidia; no para remediarlos, sino para acusarlos; pero de sí mismo se olvida». De nuevo la máxima universal: «trata a los demás como querrías que te trataran a ti» o lo que es lo mismo «no hagas a los demás lo que no quieras que te hagan a ti», debería ser el ejercicio cotidiano de cada uno de los seres humanos. De toda palabra ociosa (podríamos decir: de todo comentario o acusación malsana en las redes y, naturalmente fuera de ellas) seremos juzgados, nos enseña el Evangelio. Nunca se había tenido a la mano la facultad de hundir una vida como ahora; basta un simple «tweet». Siempre que así se actúa, se arrastra a otros al fango. Y al «derribado» le acompaña el dolor y angustia de sus seres queridos, emociones que sus malévolos detractores han sembrado.
No entremos en esas ciénagas. Los juicios reprobatorios han merecido la sanción de Cristo que nos acompañará más allá de este mundo: «No juzguéis a los demás si no queréis ser juzgados. Porque con el mismo juicio que juzgareis habéis de ser juzgados, y con la misma medida que midiereis, seréis medidos vosotros» (Lc 6, 37-38). Es más, ni Cristo mismo juzga. Así pues, no olvidemos que ninguno hemos sido comisionados para dar ciertas lecciones a nadie.
Isabel Orellena Vilches