Para millones de personas la cruz no es simplemente una joya para ornato personal, algo decorativo o un elemento central para una celebración popular festiva. La mayoría de los creyentes ignora el origen de este símbolo religioso del cristiano compartido con otros credos, y puede que desconozca los distintos tipos de cruces que existen, entre las que se hallan la de Jerusalén, la de Caravaca, la Marinera, la Tau, la de Malta, la de san Jorge, la Bizantina, la Armenia, la Mariana, la Egipcia, la de los Apóstoles, la Papal, la de san Clemente, etc., y la Latina que tiene a Jesucristo crucificado, pero identifican perfectamente la cruz como signo de la fe que bien recibieron o de la que oyeron hablar.
La cruz material, sea cual sea el elemento que la configure, es emblema de numerosas culturas y religiones. Pero no es solamente objeto de contemplación artística y embeleso cuando la obra pictórica o escultórica es magnífica, como también sucede con un poema que ensalza con maestría el alcance que subyace en ella logrando suscitar la emoción. Esa fe concreta de un cristiano que la tiene como señal hace de ella el santo y seña de una vocación porque encierra la sublime grandeza del amor que Cristo le confirió al dar la vida por todos y cada uno de nosotros. La cruz no es una simple expresión de la tradición o un símbolo de culto que aparece desvinculado de la fe. La cruz es para vivirse, para abrazarse a ella. Impregnada con la sangre de Cristo y de innumerables mártires, el santo madero, símbolo de la Salvación, no debería asociarse nunca a una ideología política determinada. Porque lo que la cruz representa en sí misma las trasciende a todas.
Siendo el sublime testimonio de la reconciliación, de la unidad, de la paz, no tendría que mirarse con tanta ceguera como para determinar su derribo en aquellos lugares físicos donde, por ejemplo, las colocó el respeto, el reconocimiento a los que cayeron en la ignominia de una guerra (que todas lo son y para todos sin excepción), y la memoria que tiene derecho a recordar a quienes vivieron bajo la égida de la fe. Cuando la intolerancia hace acto de presencia lo injustificable toma carta de naturaleza. Lo más sencillo, por lo que primeramente se comienza es por tratar de borrar de la faz lo que a esas personas y colectivos les incomoda, como es el caso de la cruz, sin tomar en consideración la inconmensurable riqueza que lleva detrás. Respeto y dignidad van unidos. También la elegancia en las formas que no tendrían que ser vulneradas como se hace utilizando la fuerza del poder, con la transigencia de una parte de la ciudadanía, esa que está apresada por el pensamiento débil y mira para otro lado. Consenso, diálogo, son palabras huecas si no las acompañan signos preclaros; ni siquiera se quedan en la intención. La discriminación es negativa; también el falso respeto con el que justifican otras permisividades.
Esa cruz que aman los cristianos simboliza la humildad en su inmensa grandeza, la inocencia, la caridad… Todos los valores universales están representados en ella. ¿Dañan la vista o el corazón y por eso hay que demolerlas?
Pero, en cualquier caso, la cruz, en singular, nadie puede derrocarla porque está en el interior de quien se reconoce deudor del amor divino. Es la brújula de una vida que no fenecerá nunca. Por lo demás, cruces grandes o pequeñas que no están clavadas en caminos de tierra son patrimonio de todos; heridas de peregrinos que transitan por este mundo llenos de esperanza, con la absoluta certeza de que la comparten con el Dios misericordioso. Forjan los itinerarios espirituales de quienes saben que estos vaivenes de la historia irán atravesando los tiempos y modificándose los criterios, porque esa es la rueda del tiempo que nunca se detiene, pero que de sus particulares sufrimientos unidos al Redentor brotarán con fuerza ramas de ese árbol de la cruz que lo sostuvo. Fue en ella donde dijo: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen». Pues eso.
Isabel Orellana Vilches