El invierno se cierne sobre el hogar cuando un infante vuela al cielo antes de tiempo. Los sueños se detienen y el corazón encanece de repente. No hay nana que pueda acallar ese llanto que acompaña a la pérdida repentina de un nacido, y parecida emoción se experimenta ante el que nunca verá la luz y se aguardaba con las pupilas encendidas por insondable amor.
Thimoty P. Schmalz escultor canadiense conocido por esa impactante imagen de “Jesús mendigo”, que se halla en el Vaticano, pasó de ser un activo defensor del aborto a un incansable abogado de la vida. A los 20 años “donó” a la muerte a uno de sus hijos no nacidos, y años más tarde vio como fenecían las ilusiones que había depositado en ese nuevo don que Dios le ofrecía: su tercer vástago que no llegó a nacer. Fue entonces, ya convertido, cuando esculpió “Te conocí en el útero”. Un ángel arrodillado ante una cuna vacía, desfallecido por el dolor, parece recapitular en sí mismo toda la aflicción de este mundo ante un hecho así. Podría pensarse al verlo en el ángel de la guarda que cada uno tenemos, custodiando nuestra vida ya antes de nacer. Es una escultura hermosísima que desprende comprensión, ternura, acompañamiento, oración, consuelo, ánimo… todo ello encerrado en ese abrazo que da a la cuna.
El lenguaje del sufrimiento lo entiende, fundamentalmente, quien lo ha padecido en carne propia. En Pedagogía del dolor incluí un fragmento de Los hermanos Karamazov. Refleja la indecible angustia de una madre marcada por la tragedia: cuatro hijos fallecidos. Ante la muerte del último, que era el benjamín, el starets Zósimo, que advertía su inmenso pesar, le narró esta tierna historia:
«… Un gran santo vio en el templo a una madre que lloraba como tú y también a causa de que el Señor había llamado igualmente cerca de sí a su único hijo. ‘¿No sabes —le dijo el santo—, lo osados que son esos niños ante el trono de Dios? Nadie hay más atrevido en el reino de los cielos: ‘Señor —le dicen— nos has dado la vida, pero apenas hemos visto la luz del día y ya nos las quitas’. Piden y reclaman con tanta insistencia, que el Señor los hace ángeles. Por eso —dijo el santo—, alégrate, mujer, no llores: tu hijo está ahora con el Señor en el coro de los ángeles».
Siempre, en cualquier circunstancia, y sobre todo desde la fe, hay lugar para la esperanza. A fin de cuentas, nacidos y no nacidos —sea porque así lo quiere la naturaleza, o porque quienes debieron protegerlos no lo hicieron— tienen su particular “cuna” en los brazos del Padre.