La adolescencia siempre fue una etapa convulsa de la vida, llena de sobresaltos para los padres que en ciertas ocasiones vieron cómo la educación que proporcionaron a sus hijos parecía esfumarse repentinamente. Los amigos eran el punto de referencia primordial y no había juicio que dejase de tener su asiento en la opinión de ellos sin otra referencia que les hiciera sombra. Hoy las dificultades han crecido a la par que este tiempo en el que las tecnologías han hallado el caldo de cultivo en la inquietud, el afán de saber y, sobre todo, de experimentar lo desconocido, todo lo cual tiene su punto álgido especialmente en estas edades.
Los móviles, iPad, tablet, ordenadores… vienen cargados de sueños, quimeras encarnadas en personajes a los que se intenta alcanzar tomándolos como supremos modelos de conducta a todos los niveles. Verdades y mentiras, noticias de ver y tirar… Tras la pantalla hay mucha riqueza y también gran desazón, una capacidad de seducción tal que no es fácil sustraerse a la ordenanza que golpea las sienes y el corazón; una cadena delirante que oprime el sentido común, instando a comprobar si hay mensajes de forma compulsiva, preocupante. Mucho más que una agenda hace tiempo que el móvil es como una segunda piel omnipresente en cualquier lugar donde discurre la jornada. Un obsequio cada vez más presente en el universo infantil. Más que instrumento de comunicación induce al individualismo siempre que se apodera de nuestra voluntad, como todo lo que se posee y a lo que se da un tinte de pertenencia cuasi patológico.
Todo esto tan conocido, y más aún, explica la respuesta que dio una alumna a una religiosa del colegio en el que estudiaba. Durante un examen ella y sus compañeras fueron despojadas de los móviles. Al culminarlo le faltó tiempo a esta adolescente de doce años para reclamarlo en estos drásticos términos: «—¡Devuélveme mi vida!». La profesora que no sospechó a qué se refería, respondió perpleja: «—Tu vida te la ha dado Dios y tus padres, ¿cómo voy a devolverte tu vida?». Más inquietante fue lo que replicó a continuación esta muchacha: «—Me refiero a mi móvil, porque mi móvil es mi vida, y si me lo quitas, me quitas mi vida».
A este nivel ha llegado el estatus alcanzado por este dispositivo al punto de trastocar el verdadero sentido de la existencia. La chica no decía falsedades. La palabra «vida» tiene aquí mucho significado. No es solo el cúmulo de datos, de contactos que en este instrumento tecnológico se guardan, o su innegable capacidad de información. Simple y llanamente expresó en voz alta, y esto es lo grave, el sentimiento de muchas personas adictas a él, incapaces de imaginar una vida sin un teléfono en sus manos con este potencial que pone a su alcance. Y no son únicamente adolescentes o jóvenes los que piensan de este modo; suscribirían aquellas palabras incontables adultos. La nomofobia, el temor a perder esta “válvula” de escape, se ha instalado ya cómodamente en nuestra sociedad. ¿No impresiona ver que hemos llegado a estos extremos?
Evidentemente es una pregunta retórica. No hay más que mirar a nuestro alrededor para descubrir su respuesta. Facebook, Twitter, Instagram… plataformas exitosas en las que compartir y visualizar todo lo que se ponga por delante tiene mucha más importancia que preocuparse por el que se tiene al lado. Sin embargo, cuando se trata del ser humano nada está perdido; todo se puede recomponer y comenzar partiendo de cero si es preciso. Es cuestión de que los padres y educadores se propongan ir sembrando semillas y llenar vacíos a los que nunca llegarán las nuevas tecnologías. Éstas tienen un espacio reducido incomparable con el que nos ofrece cualquier persona que amamos. Ayudar a otros siempre tiene un coste personal. En este caso negarse a uno mismo, en bien de los demás, esos hábitos mencionados que les puedan dañar y de los que pocos hoy día están a salvo. Puede ser una vía de curación de esta adicción.