«Los niños no quieren ver gente de plástico», declaraba a un diario español en 1993 una de las elegidas en aquella Operación Plus Ultra, que en 1963 se proponía galardonar a los pequeños que realizaron acciones cotidianas, como ella, marcadas por la heroicidad. Actos hoy día casi impensables para tantos niños que viven entre cómodos algodones.
La España tatuada por la tristeza y miseria de una larga postguerra seguía emocionada por este programa radiofónico que propició este proyecto (duró hasta los 80) para el que contaba con la ayuda de la Confederación Española de Cajas de Ahorro, la cadena SER e Iberia. Los radioyentes supieron que en estos niños sus sofocadas lágrimas eran faros de luz para sus seres queridos, aunque a ciertas personas en estos tiempos que corren les contraríe que se hubieran ensalzado de este modo los valores. La realidad para quienes conocimos esa época es que sorprendía la fortaleza de unos pequeños que eran capaces de cuidar a sus familiares, a veces padres, hermanos y abuelos con discapacidad o pluridiscapacidad en un mismo hogar, atender la casa, y sacar tiempo para ir al colegio. Y esto, en algún caso, solo con 7 años.
No había espacio en sus cortas vidas para un llanto marcado por la rabieta, esas lágrimas teñidas de egoísmo donde la necesidad de los demás se halla sumergida en un mar plagado de oscuridades. No existía en el rostro de estos pequeños-grandes héroes la huella del capricho, la insistente demanda a toda costa de un bien material que una vez logrado queda reemplazado por el anhelo de otro sucediéndose una cadena inacabable y peligrosa para su formación. Los niños plus crecieron sabiendo de abnegación, de sacrificios, palabras desconocidas en el vocabulario de la gran mayoría de los que hay ahora. No necesitaron entretenimientos, ni especialistas a quienes acudir para curarse de adiciones varias; no tenían tiempo para pensar cómo hacer daño al que fuese diferente a ellos en la calle o en la escuela. La vida, que no siempre es amable, fue su maestra.
Hace unos días —al proyectar en el cine de la localidad sevillana de Guadalcanal el proyecto «Pintando sonrisas por el mundo» que la directora y dos alumnas de la escuela de pintura «El Gurugú» que tiene su sede en el monasterio idente La Victoria de San José de Constantina, han llevado al Hogar del Niño Jesús de Abancay (Perú) regido por los misioneros identes—, un niño no pudo reprimir las lágrimas. Porque aquellos chicos peruanos, de similar edad a la suya, sufrían enormes carencias de toda índole, comenzando por la falta de la figura materna que tan necesaria es. Muchachos que se deben lavar la ropa sin apenas jabón, que no tienen agua caliente para la ducha, que no poseían estuches con lapiceros, y que tener un cuaderno propio les parecía un sueño. Niños que proceden de familias rotas, con gravísimos y sangrantes problemas que ninguna autoridad subsana, aunque algunos sean punibles. Pequeños que se emocionaban y aplaudían ante la modesta tarta que por vez primera podían degustar, y que estas mujeres generosas elaboraron a base de creatividad ya que no disponían de los ingredientes necesarios… Y es que el niño guadalcanalense no estaba viendo «gente de plástico», sino la cruda y la dura realidad de quienes han emprendido la carrera de la vida con el llanto inútil enmudecido.